La imagen de un hombre colgado de manos y pies a un palo sin otro destino distinto a la muerte le permitió a Fernando Botero viajar a Europa para comenzar sus estudios. Todavía era un joven al que apenas le salía el bigote y tenía unos cuantos vellos en el mentón. Se había ido a vivir a Tolú y vio la crueldad de la violencia bipartidista con sus propios ojos. Un grupo de chulavitas le habían dado cacería a un liberal y lo pasearon por todo el pueblo antes de asesinarlo. Fernando revivió en la pintura ese momento, y el cuadro lo vendió por 7.000 dólares. Mientras atravesaba el imponente Atlántico donde alguna vez se escondieron las criaturas más temibles por los europeos, pensó ansiosamente que esas mismas aguas bañaban a las mujeres más divinas en el viejo continente que ahora iba a conocer.
Sin saber cuándo ni cómo Fernando Botero comenzó a pintar. Era solo un niño, pero sus dibujos ya eran algo más que un simple garabato. Y su primer promotor fue Don Rafael Pérez, un hombre que destilaba en el rostro sus raíces paisas. Tenía un pequeño almacén cerca a la plaza de toros de Medellín en donde además vendía la boletería para las corridas. Fernando le mostró sus dibujos y le dejó seis para que los pusiera en el mostrador. Con la paciencia del escultor, pasaba todas las tardes con la ilusión de no encontrar ninguno. Sin embargo, los mismos seis seguían día tras día acumulando polvo sobre el vidrio. La tarde en que contó los dibujos y solo encontró cinco, supo que podría dedicarse a eso el resto de su vida. Don Rafael le entregó los dos pesos que le habían pagado, y embriagado por la emoción, salió corriendo hasta su casa para contarle la noticia a su mamá, que algunos años antes había asumido el mando de la familia después de la prematura muerte de su marido, pero cuando Fernando quiso sacar las monedas del bolsillo, solo encontró una pequeña mota en el pantalón. Su primera venta se había esfumado en el camino, pero en él se estaba materializando el que sería el artista más popular del planeta en el siglo XXI.
Fue el director canadiense Don Millas quien se le midió a recoger 70 años de vida artística del antioqueño, nacido en 1932, de talla universal y considerado el pintor vivo con los cuadros más valiosos y una producción de pinturas y esculturas incesante.
El canadiense persiguió durante 19 meses al artista para comprender y finalmente revelar al ser humano detrás de la fama. Son 80 minutos de imágenes y testimonios que muestran la esencia de Fernando Botero, su trayectoria fecunda detrás de una paleta de colores y enfrentado a sus monumentales esculturas que solo tienen lugar en pícales y plazas, enriqueciendo el paisaje urbano.
Botero encontró en la pintura italiana su estilo. Antes del siglo XIII todas las obras eran planas, pero el Renacimiento exploró en el volumen y la proporción una técnica que revolucionó el arte y marcó un estilo hasta la llegada de los impresionistas. Todo eso lo descubrió Botero en Florencia, a donde llegó en una moto cargada de ollas y chécheres inservibles. Sin embargo, su travesía europea terminó abruptamente con un golpe de realidad al que no pudo escapar: se le había acabado el dinero.
La producción del documental se llevó a cabo en 10 lugares distintos del mundo: Medellín, Nueva York, Pietrasanta, París, Pekín y Aix en Povence.
"Queremos compartir con el público una historia conmovedora, inspiradora, de una persona que empezó desde la nada con la única claridad absoluta que quería ser artista y esta pasión tan absoluta fue la que le permitió aferrarse a sus convicciones artísticas a pesar de nadar muchas veces en contra de las corrientes predominantes en su tiempo", dice su hija Lina Botero, quien apoyó la producción y ha estado al lado de su papá en sus proyectos documentales y periodísticos. Y es que Lina ha buceado en el trabajo de su papá. Ojeando cientos de bocetos, dejó de sorprenderse cuando se dio cuenta de que Fernando Botero había dejado en cada lugar en el que estuvo un rastro de su obra, que le fascina estudiar para entender la mente del artista.
Don Millas mostrará las distintas técnicas que el artista experimentó a lo largo de su carrera artística: la escultura, los pasteles, dibujos en tinta china y lápiz, y las acuarelas, que ha trabajado desde sus inicios, guerreando con el dibujo, cuando era un principiante al lado de Gloria Zea —fundadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá MAMBO—, quien murió antes del documental le llegara al gran público. Se conocieron en Bogotá, en la Universidad de Los Andes. Botero regresó de Europa y comenzó a dar clases en la universidad. Gloria apenas era una joven estudiante a la que enamoró en los salones de clase de la facultad de Filosofía y Letras, cuando la joven bogotana apenas regresaba de concluir su bachillerato en Nueva York. Fueron tiempos de intensidad y pasión, pero sobre todo de mucha calle en la Bogotá de los años 50. Seis meses después de un romance desbocado terminaron casándose y comenzando un nuevo periplo, primero en México, y finalmente en Nueva York, a donde llegó con 200 dólares en el bolsillo y en donde al final se divorciaron tras seis años y con tres hijos: Fernando, Lina y Juan Carlos.
En México Botero descubrió los colores del trópico, y junto a Gloria empezó a asistir a los primeros círculos artísticos. Su obra pasó de estar basada en una sobria paleta a la exuberancia del color. Haciendo el boceto de una mandolina, dibujó el hueco de la mitad mucho más pequeño de lo normal. Con ese pequeño detalle, descubrió que la proporción cambiaba y la dimensión del instrumento se transformaba. Paralizado, era consiente de lo que acababa de suceder. Junto a Gloria, Fernando vivió el nacimiento definitivo como artista, y le abriría paso al Boterismo.
Sin embargo, en Nueva York el matrimonio se comenzó a deteriorar. Gloria regresó a Bogotá y con la crítica Argentina Marta Traba como asesora de cabecera inició el proyecto del museo para Bogotá, cuyos planos donó el reconocido arquitecto Rogelio Salmona. Tomaron caminos distintos, Botero brillando en el exterior y Gloria Zea ocupando el espectro del mundo cultural en Colombia, a la cabeza del Instituto Colombiano de Cultura durante varios años desde donde gobernó con el mismo temple que lo hicieron sus antepasados sumergidos en la política.
Con gran intensidad cada uno agarró caminos distintos, y ambos a su manera terminaron convirtiéndose en grandes representantes del arte y la cultura en Colombia. Zea asumió la gestión en el país, y de sus manos nacieron los proyectos más significativos, aún hoy recordados e inmortalizados en el Estado. Botero plasmó la vida en sus pinturas y esculturas, y se acercó a la gente como ningún otro artista. Tal vez, nadie entendió mejor la necesidad de un pueblo ansioso de conocimiento, de color y exploración artística como Fernando y Gloria, quienes quedarán inmortalizados en la historia de Colombia.
Con gran intensidad, como lo fue para la vida de Fernando Botero, aparece en el documental el doloroso episodio de la muerte de Pedrito, su pequeño hijo con la caleña Cecilia Zambrano, quien murió de 4 años en 1974 en un accidente tránsito en España. Durante año y medio lo retrató intentando escapar al dolor y la melancolía.
Botero (2018) - Official Trailer from Botero on Vimeo.