Para los teóricos y los gobiernos, la educación es un sistema en el que todas sus partes están interrelacionadas. Esta visión de la educación lo reduce todo al salón de clases. No hay espacio aquí para visiones idealizadas: leer en una esquina, formarte en tu biblioteca personal, aprender de los ancestros, de tu abuelo, de tu padre.
Como este tiempo cercena cualquier otra posibilidad de crecer intelectualmente, aceptemos, no sin recelos, que la educación es eso: un sistema. Se me antoja ahora asimilarlo a uno de los sistemas de nuestro cuerpo. Entonces, la educación, como la entiende este tiempo, es muy parecida al sistema digestivo.
Las personas una vez dentro del sistema educativo son arrastradas por simple inercia. Somos inicialmente algo así como el bolo alimenticio que con el paso de los años se transformará en nutrientes o en excremento.
En el sistema digestivo lo que menos se ven son los nutrientes. Se descomponen, se minimizan y se invisibilizan. Aun así, posibilitan la vida. Y lo más notorio es la mierda. Enorme, penetrante y asquerosa. Sin embargo, hasta con ella aprendemos a vivir.
También al sistema digestivo penetran los cuerpos extraños: una canica, una moneda, un tornillo, un cuarzo. Estos salen por el ano tal como entraron por la boca: como si nada hubiera pasado.
Eso es un salón de clases de este tiempo: quince por ciento nutrientes, setenta por ciento excrementos y quince por ciento cuerpos extraños. Los primeros son los genios y los críticos; los segundos, los petulantes; y los terceros que Dios se apiade de ellos.
Y al final —como lo importante es la forma, no el contenido— tenemos profesionales pensando como retrasados mentales, magísteres con espíritu de albañil y doctores con curiosidad de tortuga.
Los petulantes cohabitan con los genios con la misma inescrupulosidad con que la fofa santidad se mezcla con el pecado. Pero como son muchos, se hacen más visibles. Pululan en cada esquina, en cada bar, en cada parque. Facundo Cabral decía que le tenía miedo a los pendejos porque al ser mayoría eligen presidentes.
También los petulantes escriben libros y graban canciones. Y otros de ellos, con poder adquisitivo, los compran. Los idiotas son una mayoría deleznable con una monstruosa capacidad para gastar dinero en libros como los del ‘youtuber’ chileno. Representan, en un sentido literal, un aporte importante al Producto Interno Bruto de cualquier país. Son máquinas de fanatizar, de envilecer y de ensalzar a otro más idiota.
Y es por eso que se convierten en todo un nicho de mercado. Compran camisetas, videos, manillas, afiches, perfumes y, cómo no, libros. Porque los imbéciles también escriben libros con fotos suyas en el centro para que hombres y mujeres por igual puedan contemplarlos.
Digo esto porque el pasado 23 de abril miles de chiquillos, minúsculos pedacitos de estiercol, salieron a Corferias a encontrarse con un imbécil llamado Germán Garmendia en el lanzamiento de su primer libro. El mismo 23 de abril que los mundos hispano y anglo se habían unido para conmemorar los cuatrocientos años de la muerte de Cervantes y Shakespeare ¡Vaya ironías tiene la vida!
Allí, en el mismo sitio donde Fernando Vallejo se iba lanza en ristre contra la Iglesia y el Gobierno, una caterva de muchachitos —criados al calor de la ardiente batería de litio de sus celulares gama alta y embutidos desde la cuna en un salón de clases— agotaron boletas, rompieron cercas y lanzaron vivas por el tal Germán.
Cada acto de este tipo se convierte en una excusa para reflexionar sobre lo que somos como colombianos. Yo, queriendo siempre llevar las cosas más allá, digo que sirve más para definirnos como especie humana. La estupidez no es cosa de sociedades tercermundistas, sino un mal colectivo.
Es inocente e igual de imbécil quien afirma que lo del sábado 23 de abril fue bueno porque permitió que los chicos se acercaran a la lectura así esta no fuera literaria, política o filosófica. ¡Pendejadas! Ganas de posar de comprensivo. Uno de los fines de la lectura es formar sujetos críticos. No idiotas al servicio del mercado.
Y la criticidad no se logra viendo las fotos de tu youtuber favorito puestas en las páginas centrales de su libro que no es libro sino “una mezcla entre libro y revista” (de TVyNovelas). Es inocente entonces pensar que Chupaelperro, título del libro de Garmendia, va a ocasionar algo positivo en la mente de sus lectores más allá del fugaz entretenimiento que pueden provocar sus videos.
También los tontos leen y también la lectura es arma de cohesión y dominación social. No, nadie que lea el librucho de Germán Garmendia saldrá impelido a leer a Balzac, a Vargas Llosa o a Alexievich. Pero sí muchos saldrán a seguir consumiendo como miserables zombis los nuevos productos del youtuber.
En Elogio de la dificultad, el maestro Estanislao Zuleta hablar del placer de la lucha y de lo estéril que resulta la modorra. Cuatro décadas después de escrito este ensayo, el placer por el esfuerzo parece perdido. Hoy los idiotas no desean una sociedad en la que prime el trabajo arduo, sino “una monstruosa salacuna de abundancia pasivamente recibida”.
Millares de jóvenes siguen a unos tales Germán Garmendia, Sebastián Villalobos, Juan Pablo Jaramillo o Paisavlogs por simple estolidez, por puro facilismo. Se sumergen en sus videos como el niño sucumbe ante el calor de su cuna.
Me he tomado el tiempo de ver varios videos de Germán Garmendia. No hay nada distinto en él a los cientos de youtubers que habitan en la red social de videos: las imágenes que se trastocan y superponen de manera ágil, los chistes apuntando a los mismos lugares comunes, las ideas que parecen geniales, pero que no lo son porque ya todo el mundo las sabe y son así y no tienen otra manera de ser.
Los youtubers ni siquiera son chistosos. Hablan de tonterías, de minucias, de insignificancias. Vi también a un tal Paisavlogs hablando con un tal Juan Pablo Jaramillo sobre cómo a este último le gustan los hombres. ¡Vaya cosa! Pero perdonémoslo porque ellos encarnan nuestra miserable versión del sueño americano: hacer plata con la muchedumbre cabecihueca que los sigue.
Nos decían que la postmodernidad había traído consigo el fin de los metarrelatos y del pensamiento ilustrado. Nadie pensaba que a la razón extrema se iba a imponer la estupidez desmedida. La idiotez se reproduce en este mundo con la misma presteza con que aumentan las reproducciones en Youtube.
Desventurada la sociedad que manda a sus hijos a la escuela antes de los cuatro años y que a los cinco les regala un celular o una Tablet. No importan las calificaciones altas ni las exaltaciones, todo ello es pura ficción si nuestros hijos no saben distinguir la belleza de la basura.
Aldous Huxley afirma que el cambio realmente revolucionario no se logra en el mundo exterior, sino en el interior de nosotros. Como maestro que soy y como estudiante que siempre he sido, sé lo que el sistema educativo hace con los humanos. A la escuela de hoy le interesan las mediciones y las exaltaciones y a los gobiernos, la productividad. El espíritu es cosa del pasado y la estética, una ilusión perdida.
Volvamos a leer en la esquina, aprendamos de nuestros abuelos, soñemos en medio de la tarde, masturbémonos sin ver porno. La escuela como sistema nos ha dejado una generación de descerebrados que piensan que el mierda cuando produce billete hay que verla como oro.