Profunda consternación y sentimientos de solidaridad con las víctimas produce el imparable exterminio de los líderes sociales comunitarios y de exintegrantes de la guerrilla de las Farc.
Ninguna de las tardías medidas del gobierno adoptadas para fortalecer el sistema de alertas tempranas de la Defensoría —asignar responsabilidades a gobernadores y alcaldes para atender las denuncias sobre amenazas y poner en marcha esquemas colectivos de protección— logra revertir este siniestro plan que, no obstante la ceguera intencional del Fiscal y el Ministro de la Defensa, tiene evidentes elementos de sistematicidad en los conflictos por tierra, la resignificación del territorio y la defensa de los recursos naturales, escenarios que atrapan casi el 85 por ciento de los líderes asesinados.
Los entes policiales, militares y judiciales del Estado se niegan a reconocer las notorias autorías intelectuales de esta racha de exterminio y distraen con el atajo de investigaciones criminales carentes de seriedad y solidez.
En el genocidio de los líderes sociales hay una práctica social de revancha y retaliación por parte del gamonalato político regional y local en contra de sectores sociales y populares que encabezaron y asumieron una encomiable disputa enfrentando a las podridas clientelas tradicionales en la elección presidencial del 2018; en tales lugares es bastante probable que la mafia, por iniciativa propia, haga uso de su poder social y político, legal e ilegal, para amedrentar, castigar e imponer sus justicias, según sus racionalidades de acumulación de tierras, narcotráfico y negocios fraudulentos con el Estado.
El uribismo como factor determinante en el próximo gobierno está siendo señalado desde ya como artífice de esta campaña de terror dado sus antecedentes y vínculos con los ejércitos del paramilitarismo. No se trata de una oposición anticipada o sesgada contra el señor Duque, antes de su posesión el próximo 7 de agosto. Es la previsión apenas obvia por lo que él representa como vocero y hombre de confianza de los artífices y ejecutores de más de 10 mil “falsos positivos”, de masacres, montajes judiciales, chuzadas telefónicas y violación masiva de los derechos humanos desde el 2002.
El gobierno del señor Duque adelantará su gestión acompañado de una camarilla política llena de odios, revanchas y dispuesta al castigo social de quienes impugnan la dominación y la justicia, hecha con la racionalidad de los que han triunfado en una guerra.
Por supuesto, esta previsión no exonera de responsabilidad al señor Santos en la tragedia de los líderes sociales. Es que uribismo y santismo son parte del mismo tronco oligárquico sangriento.
Ambos son expertos en las tecnologías terroristas del poder, tendientes a producir determinados efectos y consecuencias hacia el interior del conjunto social en el cual se despliega. Pretenden que el modelo neoliberal y el Estado oligárquico sigan campeando a perpetuidad.
Con el exterminio de los líderes sociales lo que está en marcha es un proyecto de modificación y reorganización de las relaciones sociales en el interior de la nación para bloquear el auge popular expresado con la reciente movilización social electoral apoyando la candidatura de Petro.
Feierstein ha estudiado el genocidio como práctica social y de sus reflexiones bien se puede concluir que el que está en marcha en este momento es la continuación de anteriores campañas de terror adelantadas en el marco de la guerra contrainsurgente.
Colombia ha vivido distintos momentos de prácticas genocidas, los dos más demoledoras fueron toda la política dirigida a los sectores rurales, y sobre todo comunidades indígenas y campesinas, por parte del aparato estatal y los paramilitares, y luego, el caso de la Unión Patriótica.
Se trata de una verdadera industria de la muerte como lo fueron los “falsos positivos” que el General Mario Montoya y su mentor Uribe pretenden enterrar en la impunidad.
En tal sentido uno de los problemas actuales del país es que no se ha erradicado el paramilitarismo y esa debería ser la prioridad número uno en cualquier proceso de paz.
Acá, por el contrario, el aparato paraestatal nunca ha desaparecido y por eso el Estado se ha desentendido de unas prácticas que surgieron desde su propio riñón.
Adicionalmente si se sigue garantizando la impunidad de quienes participaron en prácticas genocidas es muy difícil que se pueda detener la práctica genocida, por más que se detenga el conflicto. Porque son actores que se creen autorizados para continuar con esas prácticas.
Una sociedad no puede avanzar con la impunidad de genocidas. El tejido social no puede sanar si los responsables de prácticas genocidas no se hacen responsables de las consecuencias de sus acciones. Si no son atravesados por el aparato judicial, si no son sometidos a la ley, es imposible que esas conductas no se sigan repitiendo.
Una conceptualización de genocidio.
El genocidio, señala Feierstein [1], es un término que remite directamente a la idea de proceso, de acción y construcción en un espacio y tiempo determinados, implicando con ello modos de entrenamiento, legitimación y consenso que difieren de una práctica autónoma o espontánea, lo que permite vislumbrar además las acciones políticas, los modos de resistencia, legitimación y confrontación social ante las mismas.
El genocidio es una intención planificada. Un proyecto para transformar la identidad de un pueblo.
Un genocidio no es un homicidio, no es una suma de homicidios, no es una serie de masacres o de horrores, es algo muy específico que es el intento de destruir la identidad de un pueblo.
La característica central de este tipo de prácticas genocidas es que actúan hacia el interior de una sociedad con el propósito de clausurar aquellas relaciones que se encuentran en tensión y oposición con el poder dominante, intentando reorganizarlas por medio del terror para preservar los vínculos hegemónicos.
Se trata de una idea de poder reflejada en una estrategia orientada a reformular las relaciones sociales hacia el interior de la sociedad mediante la eliminación física y simbólica del conjunto social que ha sido previamente “negativizado”. Sus autores no se limitan solo al aniquilamiento de colectivos humanos; también se orientan a "reorganizar" las relaciones sociales hegemónicas mediante la construcción de una otredad negativa, el hostigamiento, el aislamiento, el debilitamiento sistemático, el aniquilamiento material y la realización simbólica.
En un genocidio hay distintos tipos de funciones. Lo más importante es poder desarmar al grueso de los que participan en un proceso genocida. Los principales no son los que lo diseñan, los que odian a aquella población que persiguen, sino los que obedecen. Todo un sistema montado sobre el sistema de la obediencia y de no hacerse responsable de las consecuencias de las acciones. Muchos de los genocidas no están contentos con lo que hacen, tienen problemas para asumirlo, pero lo resuelven desde la lógica de la obediencia. El elemento central para combatir la posibilidad de cualquier genocidio es poder construir en la población la idea de hacernos cargo de nuestros hechos y que en ese sentido tenemos la capacidad de oponernos a aquello que nos indigna. De resistirnos, de hacer lo que no queremos hacer. Lo que demuestra la historia de los procesos genocidas es que esto no necesariamente cuesta la vida. Hay mucha gente que se ha opuesto a procesos genocidas, a desempeñar tareas en esos procesos y se pierde el trabajo o hay un traslado —un tipo de castigo—. No es necesariamente algo que requiera un altísimo nivel de heroísmo, pero es algo que puede detener la maquinaria de la muerte.
¿Será posible generalizar la desobediencia de muchos para que los artífices de esta cruel práctica queden arrinconados?
[1] Daniel Feierstein, El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Bs. As. Fondo de Cultura Económica, 2007, 405 páginas.