De Colombia podría decirse que hoy es un país sin guerra, pero no todavía un país en paz. En la guerra participaron, como en toda guerra del siglo XX, unos primeros (el Estado y su entorno), unos segundos (insurgencias levantadas en armas contra el Estado) y unos terceros (civiles, empresas, con vinculo o compromiso especialmente con el Estado). Superada la guerra al Estado corresponde respetar y hacer respetar los derechos humanos de toda la población, incluidos primeros, segundos y terceros de la guerra, pero además tiene el deber de garantizar el derecho a la memoria, a la reparación a las victimas y a la verdad. Saber la verdad de lo ocurrido es una necesidad vital para que nunca más vuelva la guerra, no es solo un tema central para invocar la justicia o beneficiar a oportunistas electorales, es ante todo un factor de dignidad, un antídoto contra el odio que esta al cuidado de genios de la maldad que se niegan a ver curar las heridas y a permitir realizar los anhelos de paz.
Los genios de la maldad producen cosas que resultan difíciles de creer, pero que ocurren y es más grave cuando la verdad revela lo ocurrido pero otros con la misma genialidad intentan borrarlas por segunda vez, no importa si usando la ley como instrumento o inventando mitos y falsedades. En toda guerra actúan primeros, segundos y terceros (como en las películas hay actores principales, secundarios y extras) y todos sin excepción son corresponsables de la tragedia humana, aunque con distintos niveles de implicación, sea por participación directa, ignorancia o inocencia. Los genios de la maldad están en muchas partes, pero tampoco en todas partes, y como buenos criminales su mejor capacidad es la astucia que tienen para diseñar y hacer el mal y saber borrar las huellas.
¿Cómo creer por ejemplo, que mientras ocurría la guerra en Colombia hubiera una política de horror extendida se cruzaran primeros segundos y terceros para sembrar miedo con motosierras para destrozar cuerpos humanos o con hornos crematorios para desaparecer huellas o con informes falsos para inventar enemigos y subir estadísticas de victorias inexistentes o cobrar por supuestas balas disparadas en operaciones de combate que nunca ocurrieron? En cada cosa, en cada hecho hubo primeros, segundos y terceros en las escenas del horror y solo la verdad podrá liberar al país de la crueldad de ese pasado. La maldad en el país tiene raíces de poder, desigualdad, injusticia, otorga privilegios y sigue experiencias que aunque tenebrosas deben saberse, volverse parte de la verdad.
En paralelo y como referencia para potenciar el momento sin guerra que vive Colombia, del holocausto nazi queda la enseñanza de que se supo la verdad solo después de terminado. Mientras los campos de exterminio estaban repletos de cadáveres nadie sabia de los infernales recorridos de los trenes transportando las victimas, ni tampoco sabia que decenas de funcionarios —hombres y mujeres— con cargos militares o de oficina, hacían turismo por los guetos para distraerse viendo la miseria de los judíos famélicos y hediondos y convencerse de que se estaba ayudando a morir para salvarlos.
¿Cómo creer que entre las cosas cotidianas de ese mismo holocausto había más temor a lavarse las manos con cierto tipo de jabón porque olía mal y daba asco, que ver asesinar sin piedad a un ser humano para hacer ese jabón? El jabón del asco por tener mucha espuma resultaba bueno para lavar ropa y era el Doctor Spanner (destacada figura académica) quien hacia lo posible para que ese olor desapareciera y hasta se encargaba de pedirle a las empresas químicas que le enviaran aceites aromáticos. Nada habría de extraño en esa historia, si no hubiera sido porque una comisión de la verdad que se encargo de investigar los crímenes nazis en Polonia llamó a varios terceros para preguntar por lo que hacia ese Doctor. Dos profesores colegas suyos, después de insistir en que no sabían nada, reconocieron que el Doctor Spanner era una eminencia de la anatomía patológica pero que además era miembro del partido nazi. Uno dijo que pudo suponer que Spanner si era capaz de producir jabón con los cuerpos de condenados a muerte y presos seguramente porque pudo haber recibido una orden que cumplió por ser miembro de un partido muy disciplinado. El otro dijo que podría haber hecho el jabón por su preocupación con la situación del país que pasaba por un déficit de grasas y por el bien del Estado. Un estudiante que ayudó respondió que a él nunca se le ocurrió pensar y que tampoco nadie nunca le dijo que hacer jabón con grasa humana era un delito, o que estaba mal. Otros señalaron que era normal y que además siempre se veía que al lugar donde estaban los tanques llenos de cadáveres y las cubetas con cuerpos partidos y desollados, solían ir respetables personalidades y profesores, y que incluso habían visto a los ministros de salud y de educación recibidos con honores por el rector de toda la academia de medicina con quien recorrían sin prisa el las instalaciones y laboratorios del instituto donde se producía el jabón.
La gente no tenia miedo del horror en marcha, porque no experimentaba la realidad en su totalidad, ni sabia del todo de la crueldad, ni la muerte tocaba a sus puertas, pero en cambio tenia miedo a lavarse con ese jabón, a pesar de que quienes lo producían reclamaban que de lo que hacían nadie tenia que saber nada, estaba prohibido hablar de eso, los estudiantes del instituto trabajan allí o se asomaban a ver pero nunca dijeron nada. Muchos sabían que el Doctor Spanner prefería cadáveres con cabeza, no los toleraba cosidos a balazos porque decía que daban mucho trabajo y se pudrían. Los mejores para él eran los de la casa de locos porque eran buenos y tenían cabeza. Solo cuando se acababan los cadáveres de reserva, echaba mano de decapitados. La receta del jabón estaba a la vista colgada en la pared porque una asistenta la había traído del campo de exterminio y siempre salía bien, pero nadie parecía saber nada. La producción se hacia en el crematorio del Instituto y la dirigía el Doctor Spanner junto con el preparador jefe Von Bergen, que era el encargado de buscar los cadáveres. Una vez que fueron insuficientes Spanner usó su reputación para pedirle a los alcaldes que no enterraran los cuerpos que los necesitaban y ellos sabían para qué.
Para hacer el jabón, la piel era separada con maquinas y curtida para hacer quién sabe que, pero en todo caso era para convertirla en mercancía, en objeto de lujo. Los estudiantes eran los encargados de separar la grasa de los cadáveres y guardarla aparte. Spanner era un civil que se alistó en las SS como medico, no fue al campo de guerra, ni mato a nadie con sus manos, fue un tercero que trabajo desde el instituto y al final se fue, quien sabe a donde, pero antes de irse le mando a sus estudiantes que siguieran trabajando la grasa recogida durante el semestre e hicieran bien el jabón y trataran bien los huesos y limpiaran todo con perfección para que si alguien revisaba todo tuviera un aspecto como dios manda para que nadie supiera nada y que por favor quitaran la receta de la pared.
En una guerra de cincuenta años, que termina en medio con una telaraña de complejidades, hay terceros y segundos y primeros responsables, unos ayudaron, otros invirtieron, otros actuaron. Habrá quien diga que nunca nadie le dijo nada o que si algo ocurrió fue lejos de allí y habrá quienes le tengan miedo a algún olor que presuman viene de los cuerpos y la grasa de los muertos ajenos, pero no a la muerte misma. Decir la verdad es asunto de primeros, segundos y terceros, una obligación ética para contribuir (más allá del tribunal de justicia y la ley) a decir la verdad, a hacer memoria para eliminar violencias. Hay que tenerle miedo a seguir en la oscuridad de lo ocurrido, dejar solos a los que se niegan a encontrar los claros de luz y hacer que de la guerra se sepa todo lo ocurrido, sus horrores, sus olores, sus temores, sus financiadores, sus benefactores y su genios de la maldad escondidos a veces entre la figura de respetables señores acorazados con el poder del actor principal de la guerra.
* Notas tomadas del pequeño gran libro Medallones de Zofia Natkowska, editado en 1946. La autora, participó en la comisión de investigación de los crímenes nazis y expone allí ocho relatos que sirven para aprender a no olvidar la crueldad y a descubrir las cosas difíciles de creer, pero que así fueron.