Nos conocimos a finales de 2012, recién llegada a Bogotá, en la piscina del hotel de la Ópera.
Desde ese momento, el que iba a convertirse en uno de mis grandes amigos y una de las personas que más admiré, me ayudó a instalarme en mi nuevo hogar en este país cuando mi madre regresó a España, compartimos cenas, almuerzos -que, por mucho que insistiera, nunca me dejó pagar-, risas y excursiones en una de las cuales, regresando de los Llanos orientales, recogimos a Linda, mi perra. Escuchó mis sueños, mis miedos, mis quejas y mis quebraderos de cabeza por esa misma perra de la que fungió como padre, con todo su amor y su paciencia, que eran enormes. Me acogió en su casa en diversas ocasiones en los años venideros; cuidó mis plantas, y dejó que los muebles que compramos juntos en el mercado de las pulgas frente a la Torre Colpatria acompañaran a los suyos mientras estuve viajando por Asia en bicicleta (como él también hiciera). Me abrió las puertas a la Colombia indígena, a la Colombia ecológica y vegetariana, y a la de la exclusión social, que él combatía igual que Gandhi: sonriendo y ayudando.
Mientras Óscar, con una kipa sobre la cabeza, acude en nombre de Linda, mi madre, mío y suyo propio, al velatorio que tiene lugar en la sinagoga de Bogotá, yo me despido de él igual que lo conocí: en el agua.
Junto con su perra me dirijo al mar de Providencia, la isla más alejada e incomunicada de Colombia que, por momentos, se asemeja a la cárcel de Mandela, dado que no puedo llegar a su familia, sus amigos y la gente querida a la que querría abrazar en estos momentos; y por otros se me antoja el mejor lugar para despedirme de él, en esta noche negra e insomne, escuchando el rumor de los olas y el canto de los grillos, respirando un aire tan puro que hace que hasta los colores sean más intensos, con una vela que encontré en la cocina, bajo las estrellas.
“Hola Yamila! Una noticia terrible. El domingo mataron a Steven cerca a los termales de San Francisco, por La Vega. Aparentemente estaba él con la novia en un paseo por la montaña e iban a almorzar con un amigo de ella, Óscar. En la montaña tres hombres los amenazaron con un arma, se los llevaron dentro del bosque, a Laura la amararon, Steven gritó por ayuda y los hombres lo apuñalaron. Steven se desangró y murió. Laura pudo desamarrarse un tiempo después y cuando encontró a Steven ya estaba muerto (…)”.
Fue el mayor filántropo con el que me crucé en mi vida y en su muerte no pudo ser de otra forma: protegiendo a la persona amada.
Genio y figura… Ya lo dice el refrán.
Mi amigo protagonizó una de las situaciones que pongo como ejemplo a mis estudiantes para explicar el homicidio, el hurto agravado con violencia sobre las personas, la legítima defensa, el concurso de delitos, la coautoría, la relación entre las lesiones y la muerte. Ello me hace sentir una disociación difícil de explicar.
Sólo muchas horas después de conocer la noticia caí en cuenta de que habría un culpable, alguien que, si lo encuentran, habrá de cumplir una pena por lo que hizo. Me sorprendió constatar que me da exactamente igual que eso ocurra. Ninguna parte de mi pide venganza o justicia, y sí amor hacia los seres con los que convivimos, sensibilidad y educación. Seguramente sorprendente en el caso de una profesora de Derecho. Cada molécula de mi cuerpo pide escribir y honrar así a una de las personas más sensibles, optimistas y amantes de la vida que esta tierra dio.
Aún incluso en su muerte me sigue mostrando el camino.
Steven me deja un gran ejemplo de vida. Sus verdes ojos chispeantes, los muchos y grandes momentos que me dedicó, y también sus zozobras y preocupaciones, me hablan de la importancia de tener un corazón grande en el que quepa todo el mundo –incluida yo, su amiga palestina-; de escuchar; de ser generoso, con la sonrisa, con el tiempo, con el dinero, con todos los seres con los que compartimos el planeta; de disfrutar de lo sencillo; de pasar más tiempo con la gente querida; de fijar nuestra atención en el presente, siendo conscientes del valor de cada momento que pasamos en esta tierra, y de nuestra responsabilidad para dotar a nuestra vida del sentido que cada uno de nosotros le queramos dar.
En los últimos tiempos conversamos a menudo acerca de sus planes futuros. Él se debatía entre tres opciones: trabajar un par de años más a ritmo trepidante con objetivo de ganar buen dinero para poder invertirlo, y dejar la arquitectura; dar, una vez más, la vuelta al mundo con su mochila al hombro; o poner todas sus energías en su proyecto de granja de permeacultura en Guatavita.
Mi amigo me habla de la importancia de cumplir los sueños ahora, porque el futuro es incierto.
Haciendo retrospectiva de los años que pasé en este país me doy cuenta de que viví momentos sublimes, junto con momentos complicados: sentí desamor y abandono, a veces dudé de mi capacidad de integrarme y comprender, otras tantas me sentí sola, la ciudad en la que vivo me resulta, a menudo, inhumana. También me robaron una bicicleta en la que resultó ser nuestra última salida, la última vez que compartí cuarto, carro, canciones, y bromas, con él.
Hasta ahora lo tomé como parte de un aprendizaje, el aprendizaje de convertirme en una persona más abierta, comprensiva, experimentada y tolerante. El dramático final de uno de mis amigos más queridos, una de las personas que más amaba su país y, particularmente sus gentes; que más contribuyó a hacerlo un lugar habitable para todos, me hace dudar de que mi futuro y el de Linda esté en una sociedad en la que personas con cuchillo o pistola en mano, se arrogan el derecho de sesgar la vida de los seres -llámense “Lili”, “Príncipe”, “Steven” o un sinnúmero de víctimas diarias- que tuvieron la fatal suerte de cruzarse en su camino.
Gracias por haber sido parte de mi vida.
Buen viaje Steven.