Escribe Fernando Vallejo en su libro Caminos a Roma: “¿Qué importa, que más da, recuerdos son recuerdos: llamitas moribundas que apagará el olvido”.
Pues para no dejar apagar esa llamita y gracias a que el internet no olvida, escribo esta nota en caso de que a mí se me borren los recuerdos.
Pertenezco a la Generación X, es decir, los nacidos entre 1965 y 1981; mi infancia fue normal, vivía en Santa Bárbara norte de Bogotá, pero al llegar la adolescencia se empezaron a hacer más fuertes los vínculos con los amigos y a debilitarse el de los padres e hijos, soy hijo único y por eso los amigos se vuelven como hermanos.
Empezamos entonces a ir a Unicentro sin tener la menor idea de toda la época recién finalizada de los biyis, pues no había ni reseñas en los periódicos ni en televisión. Habían limpiado todo, como si no hubiera pasado nunca nada, y era el centro comercial más importante de Bogotá. El plan era conseguir noviecitas, robar aguardiente en el Superley cuando se nos acababa y jugar maquinitas en Uniplay. Lo más atrevido que hacíamos era pegar en las paredes hojas de revistas porno y escondernos a mirar las reacciones de las familias con hijos, tías y abuelitas, a los que se les caían el cono de helado de las manos cuando miraban una foto de una vagina sin depilar del tamaño de medio pliego de cartulina en una pared y ver como los menores preguntaban qué era eso.
Hasta ahí todo normal, pero empezaron las bombas de Escobar, la paranoia colectiva y cómo no, la cocaína. Se conseguía buena y barata así que si en la adolescencia uno vivía a mil por hora, pues bajo los efectos del perico la velocidad se incrementaba a diez mil por hora, el narcotráfico llegó a la clase media y el hermano mayor de un amigo se metió de lleno y le regalaba pequeñas piedras para que su hermano menor las cambiara por empanada con gaseosa en el recreo, resultado: medio colegio embalado después de recreo.
En vacaciones nos reuníamos en mi casa casi siempre, y en semejante euforia nos daba por emprender viaje a medianoche en un Renault 4 que tenía el mayor de la gallada, para Villa de Leyva a una casita de dos habitaciones que mi padre tenía en alquiler. Le encaletábamos ingentes cantidades de perico al auto (hasta en el exosto) y arrancábamos. Nunca nos accidentamos, nunca nos paró la Policía.
Cuando nos graduamos de bachillerato el conjunto de cuatro casas en Santa Bárbara donde vivía fue vendido para construir una sede de Colsubsidio y las viviendas quedaron para ser demolidas, entonces nos metimos a una de ellas y le ahorramos el trabajo a la empresa que las iban a echar abajo. Rompimos ventanales, el piso de madera lo arrancamos en su totalidad y lo arrojamos a la chimenea; fue tanto el fuego que se incendió el techo, llamaron a los bomberos y huimos cada uno para su casa.
Algunos seguimos en contacto hoy día, unos tienen empresas unipersonales, otros esperan que sus padres o suegros fallezcan para cobrar herencias, uno sufría de alcoholismo crónico y murió en febrero de este año por broncoaspiración al dormir borracho, y otro tiene serios problemas de fármacodependencia.
Yo me imagino que debe haber casos exitosos de los nacidos en esos años, pero esto fue lo que viví y me tocó. Ahí vamos de a poco arreglando el desastre que fuimos.