"¡Es que fue una masacre!", predicaba enojado el Padre julio, capellán de la Cuarta Brigada, en medio de la celebración eucarística en memoria a los militares caídos en Dabeiba, Antioquia, que el 19 de octubre del año 2000 fueron a apoyar a la policía por la toma guerrillera de la que era objeto ese municipio.
Momentos antes de la ceremonia litúrgica, algunos asistentes merodeaban al frente de la capilla: uno de los sobrevivientes con una biblia debajo del brazo conversaba con otros de sus compañeros. “Si necesita ventilador en la casa, vea, llévese este”, le decía uno de ellos a otro exmilitar, señalándole la hélice que recuperaron del helicóptero derribado aquel día y que estaba expuesta en las afueras del recinto como recuerdo emblemático. Otro, posaba en compañía de su hijo, para una foto al pie de dicha hélice. Algunos, como Silvio García, ya, “en uso de un buen retiro”, como lo dijo él mismo, y también madres, esposas, hijos y demás familiares, igual se tomaban fotos al pie de los adornos florales y de dos carteles: el uno con los rostros de casi todos los 54 militares masacrados y el otro, también con las fotos, de 10 de los 14 sobrevivientes. Otras personas, militares activos e invitados, cuchicheaban, posiblemente sobre el asunto que los convocaba. Luego, todos fueron entrando lentamente al templo para el acto religioso.
El sacerdote, sosteniendo en la mano izquierda el micrófono y agitando su mano derecha, y con ella la sotana se movía como si se ondeara una bandera, expresaba: “A mí que no me vengan con eufemismos, maneras decoradas para decir las cosas que a veces le hacen perder el significado de algo. Yo soy viejo, y me encantan que me digan así; no adulto mayor, de la cuarta edad o tercera edad... Yo no sé qué es eso. ¡Es que fue una masacre”!, gritaba y repetía con soberbia para referirse al asesinato de los integrantes del ejército y que el pasado sábado, 20 de octubre, con este acto religioso conmemoraban otro aniversario más de este suceso. También, el clérigo bajando un poco la voz y con palabras de aliento, se refirió a los sobrevivientes de ese día en esa misión.
Terminada la ceremonia, el encargado de las “Comunicaciones Estratégicas” de la Séptima División del ejército, instaló una cámara en la puerta del recinto y entrevistó a algunos de los sobrevivientes de esa operación.
“…Me atrincheré en una piedra grandísima” narraba García, el exsoldado profesional. Luego, comentó con voz entrecortada, mientras con la palma de la mano señalaba su estómago de lado a lado describiendo cómo quedó ese cuerpo, esto: “Vi que venía ‘El cura’, soldado Álvarez, todo ensangrentado con un tiro en una pierna y otro en el abdomen. Me lo eché al hombro pero él no se sostenía encima de mí, entonces yo lo arrastraba y él se me quedaba atrás. No me vaya a dejar matar, no me vaya a dejar matar, me decía. Gatico, gatico, déjeme por aquí, no se vaya a hacer matar por mí, me dijo luego, y lo escondí en un huequito tapado con hierba y me fui en travesía. Al momento, que sentí algo, ahí mismo me quedé quieto con el fusil listo. Cuando un guerrillero va apartando la maleza con su arma y dijo: ¡Velo aquí! y él que dice velo aquí y yo que le descargo una ráfaga. Era él o yo”.
“… Al otro día que llegaron refuerzos me devolví por donde estaba el guerrillero, lo vi de nuevo cómo lo dejé y cogí y me eché al hombro el trofeo de guerra, su fusil. Y seguí. Salí, voleé la pañoleta y cuando el soldado del helicóptero me vio, me tendió la ametralladora. ¡No me disparen, no me disparen, soy el gato!, les grité.
Cuando subí, me encontré al soldado Luis Román y me dijo: Gato, increíble, pero cierto. Y yo, ¿qué pasó? Que mataron a todos. ¡Vos es que sos güevon! Sí, venga y verá. Entonces subí el plancito y encontré todo como cuando sueltan cerdos: la tierra revolcada, pedazos de carne, cuero cabelludo, vísceras, de todo, de todo. Era… Miré el helicóptero y eso estaba como cuando vacían una volquetada de escombros, chorriao de ahí pa’bajo. Mi capitán Marentes, el comandante de la compañía, cayó sentado en la raíz de un árbol con medio helicóptero encima. Seguí mirando a los soldados en interiores y en botas, con tiros de gracia en la frente. Al sargento Sánchez lo volteé y estaba todo hinchado, como un monstruo, del impacto y del tiro en la cabeza. En la cabina no vi sino los meros huesitos con el casco en la cabeza. Incinerados, chicharroncitos.
Esta es la hora que todavía tengo mis problemas para dormir. Me dicen que eso es de por vida”.
Luis Alberto Vélez Álvarez, otro sobreviviente, que pasó a la cámara, dijo: “yo iba en el segundo helicóptero, el cuarto no alcanzó a aterrizar, lo tumbaron con los dieciocho ocupantes. Todos murieron. Y cuando estábamos cerca para aterrizar, dije: mi mayor, huele a pólvora. Y digo, huele a pólvora, y nos empiezan a disparar. Tiré todo, el fusil cayó por allá y el equipo por otro lado. Yo era el encargado de las comunicaciones y hasta que no tiré los equipos no me tiré yo que fui el último. Uno veía que iban apareciendo los guerrilleros levantándose con el helecho encima. Nos estaban esperando.
Me comuniqué con la Brigada, y el general Herrera me dijo: Páseme al comandante del batallón. No mi general, el comandante no está. Soldado, cómo así que el comandante no está, si usted es el radio operador. Mi general, la verdad, es que sálvese quien pueda. Aquí estoy solo. Entonces páseme al capitán. No, el capitán tampoco está. Entonces páseme a un oficial. No hay ningún oficial. Entonces a un suboficial. Menos, mi general. Entonces páseme al soldado más antiguo. Entonces miré a los que estábamos, y le dije: Ese soy yo. Bueno, deme la ubicación. (…) ¿Y usted, cómo pretende que yo le envíe refuerzos si no tiene la ubicación?…
Cogieron a algunos vivos, les hicieron quitar la ropa y los remataron. El soldado Arredondo se les alcanzó a volar.
A las cinco de la tarde me eché la bendición, mire para el cielo y dije: Mi dios bendito que sea lo que usted quiera. Nos salvamos cinco que nos metimos en un rastrojo cuajaito. Pero uno medio se levantaba y los veía ahí, a unos cuantos metros, la cantidad de guerrilleros”.
Adriana María Bedoya, esposa de uno del grupo de los catorce, es la que los coordina para “integrarlos, saber si están vivos, si están enfermitos, para un sancocho. Nos hemos reunido hasta doscientas personas a su alrededor para celebraciones como navidad, año nuevo, cumpleaños. El uno es el padrino del hijo de otro… Es que son y somos una familia”, aseguró ella.
Después de las entrevistas salieron de la Cuarta Brigada para el Politécnico Grancolombiano, a un evento organizado por esta institución, coordinado por una sicóloga para ayudarlos a ir sanando las heridas de la guerra. Con esa terapia se terminó de conmemorar el aniversario número dieciocho de lo que el padre Julio no le quiso dar otro nombre más que: ¡Es que fue una masacre!