Unidos por un cordón de pobreza, y separados por escasos doscientos metros de la orilla de un canal --donde se levantaron humildes ranchos y el olvido es uno de los más benignos padecimientos-- viven dos familias que hacen parte de una trágico y doloroso drama que hoy tiene a dos de sus protagonistas en el cementerio, a otros dos con las manos manchadas y al resto de personas en una crítica situación de supervivencia.
Garzones, corregimiento situado al norte de Montería, cuyo nombre privilegiadamente también lleva el aeropuerto que nos posibilita estar a escasamente una hora de la capital del país, es el escenario donde nada se pudo hacer para evitar que unas diferencias que existían desde algún tiempo entre Miguel Borja, de 58 años y Hernán Darío Restrepo de 34, se enfrentaran verbalmente y luego un cuchillo cortara los hilos de la vida del adulto mayor que cayó vencido por la crudeza del ataque.
La macabra escena abrió un capitulo lleno de sed de venganza, que probablemente tenga explicación en una mezcla de ira e intenso dolor que motivó a dos hermanos, que viendo a su padre morir, sin pensarlo dos veces, pusieron punto final a la vida de su verdugo.
En pocos minutos la noticia corrió velozmente por los diferentes redes sociales. Los comentarios no se hacían esperar: Bianis Luna, pidió que los soltaran, porque ella en su lugar, también hubiese hecho lo mismo, refiriéndose a la captura de los hermanos Borja. Malú Ortega, escribió “al que hierro mata a hierro muere”.
Aracelis Pérez, esposa de Borja y madre de los presuntos victimarios de Darío Restrepo, a quien también se le conocía como el “cachaco” pedía la libertad para sus hijos. Entre tanto, en la otra esquina del dolor y la tragedia, una angustiada madre se refería al futuro incierto de su familia, donde ella y sus tres hijos quedaban a merced de la caridad, ya que decía que su soporte familiar se había ido para siempre.
El trágico suceso, que deja al descubierto un alto grado de intolerancia y la falta de conocimientos y habilidades para comprender e intervenir de forma pacífica en la resolución de un conflicto familiar, hoy nos enseña de manera amarga, dolorosa pero ejemplarizante, que si estas dos personas se hubiesen detenido a pensar un poco en sus vidas y las de su familias, en la prosperidad de aquellos hogares, porque para problemas sociales ya habían muchos en aquel entorno; o simplemente hubiesen buscado la intervención de las autoridades y el debido apoyo psicosocial a que tienen derecho por parte del estado, hoy muy seguramente el relato de este drama fuera diferente.
Lamentablemente se cierra un capítulo que además sirve como un campanazo de alerta para las autoridades, si se tiene en cuenta la decisión del juez de control de garantías cuyos argumentos para dejar en libertad a Leidy, la mujer que vengó la muerte de su padre, y cuyo asesino irónicamente había salvado de morir en una riña callejera meses antes, fueron los expuestos por la fiscalía que dejan ver claramente que esta persona era un verdadero peligro para la sociedad; toda vez que el ente investigador indica que Hernán Darío tenía múltiples investigaciones judiciales, había cometido muchos delitos y que además tenía atemorizados a los vecinos puesto que era agresivo y amenazante.
Con todo lo anterior, nos podríamos preguntar ¿Cuántas personas más en Colombia se exponen ante esta clase de conductas que son como una especie de bombas de tiempo que en cualquier momento y en cualquier lugar pueden explotar?
Por el momento cae el telón de un acto que hace parte de una dramática historia que a lo mejor aún no termina. El tiempo será testigo de que sanen las heridas, del posible perdón y olvido de lo ocurrido en la fatídica tarde del domingo 17 de julio, en el que el destino de dos familias quedará marcado para siempre.