Gustavo Álvarez Gardeazábal nos acaba de sorprender con la edición conmemorativa de los 50 años de su clásica novela Cóndores no entierran todos los días, en un impecable tiraje editado por UNAULA, y que contiene el libro en letra que permite leer sin anteojos, buen espacio de interlineado, papel propalcote y con un bello prólogo titulado Oda a Pasto, ciudad donde escribió en el año 71 esta novela.
Edición numerada, con caja que recibe el libro, con separador de páginas con la gráfica de un cóndor que resalta su cabeza como queriendo alzar vuelo.
El año anterior se publicó por la misma editorial Los sordos ya no hablan, con ocasión de los 35 años de lo acontecido en Armero por el volcán nevado del Ruiz y 30 de la primera edición del libro.
Son obras que no pierden vigencia, atemporales. Por el contrario, con el paso de los años, siguen develando esas verdades que en ocasiones no nos gusta reconocer. Pero ahí está él, puntilludo, sin penas ni regodeos, mostrándonos el dolor, bajo una prosa de novelista consumado.
Y retornando a cóndores como esa novela primigenia de la historia política y de la incesante violencia de nuestro país, hay que decir que cómo no habrá sido su éxito que ya Netflix la tiene en su parrilla de programación, y hace dos años, en un festival de cine de Cartagena, fue presentada nuevamente con restauraciones de la cinta original, donde actúa magistralmente Frank Ramírez.
Ahí va Gustavo con sus 76 años de existencia, y no para de escribir, de narrar, de enviar a primera hora sus audios con análisis de la realidad política. También nos dice “qué está leyendo”, espacio de opinión en Telepacífico que había tomado fuerza pero que –quien sabe por qué razón– no lo volvieron a transmitir, pero él no necesita esos fragmentos televisivos, porque tiene más audiencia a través de sus propios medios.
Volvamos a lo que nos convoca, los cincuenta de cóndores:
León María Lozano, ese temible asmático asesinado en Pereira, ese “cóndor” que voló alto en la criminalidad, que Gardeazábal ha puesto en boca de literatos, historiadores, politólogos y lectores de gran parte de la esfera, continúa insepulto.
Tal es la magnitud de la novela, que a 50 años de haberse publicado sigue tan vigente como el primer día en que fue galardonada con el premio Manacor de novela por un jurado excelso, entre ellos el nobel de literatura Miguel Ángel Asturias.
Y sigue también viva esa Geometría del crimen (bello título de cuentos de Eduardo Delgado), donde el mismo Gustavo relata de manera contundente, con breves historias, las violencias actuales que se viven en las montañas del centro del Valle. Lo hace en Las guerras de Tuluá, que presentamos en la feria del libro de Cali de 2018.
Y también lo vemos en La soledad también se hereda, donde recoge algunos de sus cuentos que narran la violencia, esa ya tan apegada a la historia que forma parte del paisaje doméstico, pero que nutre a creadores para mostrarla y reflexionar en torno a ella, sin el morbo noticioso.
Así que, como lo decíamos cuando presentamos Los sordos ya no hablan el año pasado al abrir la feria del libro de Cali, el mejor juez para evaluar una obra es el tiempo, y con Gardeazábal se demuestra esa premisa.
Su obra cada vez está más vigente, llega a otros públicos, a otros lectores, revive y pervive, lo que hace que madure con el paso de los años y sea de consulta obligada para conocer lo que ha sucedido en estas tierras, y lo que seguirá sucediendo.
Gustavo Álvarez Gardeazábal, que en octubre ya llega a un escalón más de existencia, seguirá dándonos luces, ahora con más ahínco desde ese ostracismo voluntario por culpa del covid-19 que nos ha privado de mantenerlo entre nosotros en reuniones, encuentros académicos, literarios, pero que no le impide estar en contacto con la realidad de este país desde ese sitio vital como es El Porce, a donde se visita (con un distanciamiento físico y normas de bioseguridad rigurosas) a consultarle temas varios, como a un gurú, y siempre acierta.
Gardeazábal ya tiene su mausoleo en Medellín, donde lo recibieron luego de las diferencias que tuvo con directivas del cementerio Libre de Circasia, y también tiene su epitafio: “Cóndores no entierran todos los días”.