No podía ser de otra manera. La desaparición física de Nobel tenía que traer el más grande e intenso movimiento telúrico que se tenga memoria en los medios con réplicas permanentes. “El más grande colombiano de todos los tiempos se ha marchado”, coinciden todos los canales de información. Sin embargo, lo definitivo de su partida es que se trata de la pérdida de alguien que en vida siempre ligó su arte al compromiso político por las transformaciones que ha reclamado la nación por años.
Cambios a los que no son muy dados en promocionar precisamente estos medios que hoy no se cansan de elogiar al escritor de Aracataca. Si tan siquiera reprodujeran apartes del discurso en Estocolmo cuando recibe el Nobel de Literatura en diciembre de 1982, ese manifiesto brújula de América latina, así eludieran implicarse en cumplir alguno de sus preceptos ya los enaltecería. Pero no. Se insiste machaconamente en cada noticiero, en cada línea tipográfica, en cada mensaje radial, que García Márquez solo era “el más grande escritor en lengua castellana desde Cervantes” todo matizado en mil y una anécdotas.
Se preguntaba García Márquez en aquella oración que mantiene hoy su plena vigencia, “¿por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a tres mil leguas de nuestra casa”.
Y concluía magistralmente: “Tenemos el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Soslayando la esencia de su ideario se escamotea parte de su legado esencial: era un hombre comprometido con la búsqueda de la paz pues toda su existencia solo presenció la violencia arrasadora que reflejó como nadie en todas sus obras; tal no era el destino que deseaba para los colombianos.
De ahí su apoyo incondicional al proceso de acuerdos de La Uribe entre las FARC y el gobierno de Betancur en 1984, su presencia en las instalación de la mesa de conversaciones de El Caguán en 1998, y su papel en las conversaciones con el ELN en La Habana con Uribe como presidente en 2002, que se frustraron 26 meses después, sin dejar de contar con todo su respaldo al actual proceso de La Habana.
De su firme compromiso político también podríamos remontarnos a 1978 cuando todas las organizaciones juveniles de Colombia, por unanimidad, lo nombraron como Presidente del Comité Nacional Preparatorio del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, realizado en La Habana del 28 de julio al 5 de agosto de ese año bajo el lema "¡Por la solidaridad antiimperialista, la paz y la amistad! ", Quien escribe estas notas tuvo el honor de trabajar junto a García Márquez siendo el representante por más de seis meses en el Comité Internacional Preparatorio con sede en La Habana, en un episodio hoy olvidado.
García Márquez se convirtió desde la literatura y el periodismo, en el espejo más riguroso de la realidad nacional. Y así como se afirma que si desaparece Dublín con la obra de Joyce se puede reconstruir la ciudad palmo a palmo, no es desatinado aseverar que los libros del Nobel servirían de contrafuerte ideal en el rescate de la memoria nacional de abocarse la nación entera a un cataclismo que borrara su pasado.
El drama de Colombia ha radicado en el permanente estado de violencia, tema central sobre el cual se edifica la obra de García Márquez a partir de La hojarasca (1955), pasando por La mala hora (1962), Los funerales de la Mamá Grande (1962), El coronel no tiene quien le escriba (1965), Cien años de soledad (1966), El otoño del patriarca, (1975) y todos sus cuentos, donde “no hay una sola línea que no sea legítimamente colombiana”.
Pero no cuenta nunca una violencia directa. Como recrea el crítico Luis Fernando Afanador, (Arcadia, 2014 febrero 2014) desde hace quince años, cada viernes, el coronel sale a esperar la lancha que le traerá una carta confirmándole su pensión de jubilación. “Es un ejercicio retórico porque en su interior él sabe que esa carta nunca llegará. Seguirá esperando, enfermo y con hambre. El Estado le ha incumplido de nuevo, fue un error firmar el Tratado de Neerlandia para ponerle punto final a la Guerra de los Mil Días como también lo fue para los guerrilleros liberales aceptar la amnistía de Rojas Pinilla: al otro día los estaban matando. García Márquez lo sabe por su abuelo y porque ha vivido los efectos de la dictadura de Rojas. Escribe El coronel en París entre 1956 y 1957, pero el dictador ha cerrado el periódico en el que trabaja, El Espectador. Al igual que su personaje, ha vivido la espera de un giro que nunca llega. Toque de queda, censura, persecución política: el clima de la novela y la situación política de esa época".
El crítico uruguayo Ángel Rama escribió en 1964 en la revista Marcha, (Rama moriría en noviembre de 1983 en un accidente aéreo en Madrid junto con su esposa la crítica de arte argentina Marta Traba, tan cercana a la vida intelectual de Colombia) ) un alucinante ensayo sobre la obra de García Márquez dos años antes de aparecer Cien años de soledad, en el que afirmaba sobre el terco tema de la violencia en García Márquez: En un primer momento los escritores y los ideólogos pudieron dedicarse a la investigación de las causas: ¿Cuándo empezó? ¿Quién fue el primero? ¿Por qué se originó? ¿Cuáles fueron sus episodios más llamativos? Pero a medida en que los años pasaron, esa violencia, al continuar invariable, se transformó en estado natural; la distorsión de realidad y vida se hizo norma, costumbre cotidiana. Ni siquiera parecen alarmar al resto del continente los trescientos mil muertos de una guerra civil no declarada. De 1948 es el “bogotazo”. En esa fecha García Márquez tenía veintiún años; siete años después dará a conocer La hojarasca, donde ya la violencia, menos contenida que en sus libros posteriores, será la condición básica de las vivencias de los personajes (“usted no sabe lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que le matarán a uno, y que pasan diez años sin que lo maten”).
Y añadía Rama: La violencia puede admitir variadas explicaciones causales. Pero en cambio, tiende a canalizarse de un solo modo en el plano de lo concreto: será a través de las manifestaciones políticas. Por eso en la obra de García Márquez la violencia es concomitante de la opresión política, aunque una y otra están como interiormente gastadas por la persistencia: no se expresan con la fuerza desmesurada de su irrupción primera, sino que se han revestido de un carácter —diríamos— institucional, hasta componer el tejido diario de las vidas humanas. Los personajes se sorprenden cuando adquieren bruscamente la autoconciencia de esa situación en que existen.
De ahí, afirmamos, que el nutriente primario de las obras de Gabo es el más absoluto realismo, cuya fuerza es tan vigorosa que no hay que acudir a las fantasmagorías pues como siempre decía, la realidad es más poderosa que cualquier invención. Y ese realismo desbordante al que calificaron de mágico, y que no era otra cosa que el aserto acuñado por Cortazar de que en la exageración estriba el principio de la fantasía, retrata al coronel Aureliano Buendía como el promotor “de 32 levantamientos armados que perdió todos, escapó a 14 atentados y 73 emboscada y llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias pero nunca se dejó tomar una fotografía”.
En toda la obra de Gabo, marcada por esta violencia sin rendir, aparece siempre encubierta. Como señala el escritor mexicano Alberto Manguel en Arcadia, la revista de Semana de este mes, García Márquez prefería explorar los motivos y raíces de la violencia, y las consecuencias en quienes la sobreviven así como no caer en la descripción obscena de actos violentos, como hacían algunos de sus contemporáneos. "No me interesa el acto mismo," me dijo, "si no la amenaza del acto." Esa amenaza es la que siente el lector, desde el patético primer párrafo en torno a media cucharada de café, hasta la enaltecida y desafiante palabra final: "Mierda."
García Márquez ya lo había expresado en un agudo ensayo titulao “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, publicado el 9 octubre de 1959 en el semanario La Calle, órgano del izquierdista Movimiento Revolucionario Liberal, en la oposición, y que dirigía Alfonso López Michelsen.
Allí afirmaba que “probablemente, el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia, fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las hojas. Apabullados por el material de que disponían, se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos crímenes, no era probablemente el camino que llevaba a la novela”.
Y continuaba Gabo: “El drama era el ambiente de terror que provocaron esos crímenes. La novela no estaba en los muertos de tripas sacadas, sino en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite, sabiendo que a cada latido del corazón corrían el riesgo de que les sacaran las tripas. Así, quienes vieron la violencia y tuvieron vida para contarla, no se dieron cuenta en la carrera de que la novela no quedaba atrás, en la placita arrasada, sino que la llevaban dentro de ellos mismos. El resto —los pobrecitos muertos que ya no servían sino para ser enterrados— no eran más que la justificación documental”.
Que mejor legado para los escritores de hoy y los venideros, que tienen el más serio compromiso de su arte, no en describir los meros hechos de sangre sino explicar en su narrativa el transfondo de la violencia que ha padecido Colombia en todos estos años, bajo el aserto de Gabo de que siempre “hay otro drama detrás del fusil” y que sirva “como modelo de la terrible novela que aún no se ha escrito en Colombia”.