Lo consiguieron, la Corte Constitucional les dio la razón a los taurófilos. Aunque discutibles, los argumentos que ganaron son: la tauromaquia es una tradición cultural, la muerte del toro es propia de ella y los alcaldes no tienen potestad para prohibirla. Por consiguiente, el espectáculo de las corridas regresa a La Santamaría.
Varias enseñanzas se desprenden de esta controversia. La primera, el respeto a las minorías. Así no estemos de acuerdo y nos parezca un escenario bárbaro gozar a costa del sufrimiento animal, las minorías tienen derecho a expresarse de acuerdo con su particular visión del mundo, siempre que actúen de acuerdo con la ley.
La segunda, es el autoritarismo. Estamos en un Estado de derecho, gobernado por la Constitución y las leyes y no podemos pasarlas por encima así haya de por medio las mejores intenciones, como lo hace con frecuencia el alcalde Petro. Imponer su criterio haciéndole el quite a las normas desdice de su labor como mandatario.
De aquí se desprende una tercera. Cuando se llega al poder se administra en nombre de todos y para beneficio de todos, incluyendo las minorías. Así como Petro lo ha hecho en favor de la población LGBTI, los mendigos y los recicladores, haciéndoles respetar sus derechos, igual debe hacerlo con las demás minorías, así no esté de acuerdo con ellas, como es el caso de los entusiastas de la tauromaquia.
Y aquí viene algo perverso, la trampa. Para imponer su veto al toreo buscó evadir la protección legal negándose primero a renovar el arriendo de la plaza. Luego quiso convertirla en un escenario multicultural pese a que su construcción no lo permitía. Después, con el viento en contra, apostó a su deterioro abandonándola a su suerte y finalmente, perdida la batalla, alarga ladinamente los arreglos para hacerle el quite a su apertura ordenada por la Corte Constitucional.
Con los diálogos de La Habana en la mira, todos nos llenamos la boca hablando de la necesidad de la paz, pero seguimos fomentando la guerra al transitar por uno de sus peores caminos, el irrespeto a los derechos ajenos. Bogotá es un ejemplo de cómo su alcalde quiere imponer sus tesis a cualquier costo, llevándose por delante a todo el que no esté de acuerdo.
Muchos colombianos, y en este grupo me incluyo, no estamos de acuerdo con el maltrato animal para diversión de los humanos, y su prohibición es imperativa, pero debe hacerse de acuerdo con las reglas que nos rigen como nación. ¿Queremos acabarla? Impulsemos leyes que lo hagan posible o acudamos a una consulta popular.Así funciona la democracia, garantizando la voluntad de las mayorías, pero respetando los derechos de las minorías.
Ganaron los amigos de la fiesta brava y aunque no estemos de acuerdo, debemos exigir que se respeten sus derechos y se reabra la Plaza de Santamaría.
Así se construye la paz.