Ella es solitaria. Silenciosa y elegante como un puñal. Nunca le gustaron las muñecas, pero si las pastillas. Las tomaba de noche, antes de dormir. Con ellas podía crear desde su cama fichas de ajedrez amoldando las sombras del techo del horfanato. El único rival que podía vencerla era ella misma. Autodestructiva se consolaba por los sutiles errores de planteamiento bebiendo como una cosaca. Siempre le gustaron los rusos. Admiraba su disciplina, su agresividad, la pasión sin medida en la Unión Soviética por un juego que en su país, los Estados Unidos de América, siempre fue un refugio para esquizofrénicos. No hay vida mas miserable que la de un ajedrecista.
Y no hay nada más difícil que llevar a la pantalla la historia de una jugadora de ajedrez. Pero Netflix lo hizo y de qué manera. Soy lo suficientemente viejo como para haber llevado en mi falsa mochila wayuu un tablero de ajedrez a la universidad. Eso a finales de los noventa era una vaina importante carajo. Daba estatus de inteligencia. Todos creían que era bueno por mi cara de nerdo pero era otro farsante intentando usar el ajedrez para fumar más tranquilo marihuana en el bosque de la UIS. No recuerdo haber ganado una sola partida. Pero había gente que si sabía. Conocí estudiantes, muy pobres en su mayoría, avenidos en grandes maestros con sus jeans rotos y su barba enmarañada años antes de que los Hispers volvieran a mandar sobre la tierra. Se los veía jugando solitarios, analizando partidas de Capablanca o Alekhine debajo de un árbol y entre el humo espeso del Piel Roja. Muchas tomatas terminaban en desafíos ajedrecísticos. Había hinchada y hasta groupies. Todo eso terminó con el auge de las redes sociales.
Por eso es un verdadero milagro ver como Gambito de Dama ha puesto de nuevo a la gente a hablar de ajedrez, muchachos que ni siquiera saben cómo se mueve un caballo. Pero la miniserie es mucho más que la historia de una ajedrecista: es el retrato de una mujer que nunca quiso tener una familia, que lo único que buscó fue aplacar las fiebres de su obsesión. Una de las claves del éxito es la interpretación consagratoria de la británico-argentina Anya Taylor-Joy que en los últimos días ha tenido un sunami de seguidores en redes sociales desde Colombia.
Si, el mismo país en donde se pudren los sesos viendo Pasión de gavilanes y aplauden, por enésima vez, al maltratador de mujeres Armando Mendoza, está viendo una de las más poderosas historias de mujeres que se pueden encontrar en la televisión actual. Si no la han visto consúmanla como si fuera heroína.
