Sobran comentarios: el mundo es redondo como una pelota. Resulta casi que imposible resistirse a su embrujo mediático que nos acosa con sus incesantes cuchillos, igual que la Poesía cuando se cierne sobre un asustadizo poeta que prefiere huir hacia las sombras de su inmenso anonimato.
Por esta vez, sí vale la pena dedicarle unas cuantas líneas y caracteres a su embrujo de sencillez y magia de gallada, de candor de niñez perdida y de ardores con rodillas sangrantes coaguladas a punta de tierra pura.
Un deporte que tiene tanto de popular como de democrático, incluyente y gozoso.
No hablo de las luces y los confetis de estos tiempos que le quitan ese sabor a tribu de barrio, a descampado rural y a descanso de albañil en su nueva y extraviada patria urbana. Mejor prefiero preservar en la memoria los esfuerzos mojados en sudor de tardes interminables y las penas momentáneas de los sinsabores del juego infinito de adolescentes a los cuales la guerra —en mi caso— no nos había hecho aún el pase de la muerte.
El fútbol de mi niñez y de mi juventud intentaba imitar a los grandes más próximos (Diego, Eusebio, Julio Lenis, Pablo, Hermógenes y Cristóbal) y a los de más allá (Willington, Arboleda, Umaña y Valderrama) y acullá (Cruffy, Rummenigge, Gullit y Maradona). Un universo tan minúsculo y al mismo tiempo tan inmenso.
Una tarde no se cerraba de decorosa manera si no había el pretexto de la batalla con la pelota, los gritos de la abuela, el chiflido del padre y el baño prometido a la madre antes de la cena.
Pequeño ejército de rebeldes del buen decoro. Pelagatos semidesnudos como dioses mestizos que prefieren la diversión del juego que la aburrida vida del mundo de los adultos que se les anuncia entre advertencias de malgastar el tercio de tiempo que nos entregaron sin condiciones.
Nadie soñaba con la fama. Todos ya éramos famosos. Nuestro propio club de admiradores no entregaba carné alguno para sus militantes. El fútbol de mi infancia no se vendía en las bolsas de valores ni se arreglaban los resultados en oscuros pasadizos; se compraba con ilusiones de alegría instantánea por haber tocado el cielo en una tarde de revanchas contra el barrio abajo y la plaza; se festejaba (sin ley seca) hasta el cansancio parecido al del juego; con un batir de memorias que duraban días de burla sana al contrario y de recreado heroísmo entre compadres sin ahijados, pero sagradamente inviolables en la amistad de saberse dueños de la pelota, dueños del mundo, ese mismo mundo redondo como una pelota.
Ahora que ya está despojado de esa virtud de infancias y juventudes bien gastadas, lo miro frío y distante, cubierto por el excesivo razonamiento (hasta borgiano) de sentirse estúpido por instantes; colorido por una mancha inmensa que confunde patria con excesos y gloria con mortificaciones.
Entiendo. Me entiendo y pienso que es solo un juego. Que por mucho que intenten ponerle código de barras por todos lados y henchirle hasta los intestinos de patriotismo y coraje; no somos más que los mismos niños y jóvenes que jugamos al fútbol con la única e inconmensurable gloria de ser algún día vendidos en el mercado de los recuerdos; recuerdos conversados en un corredor, pretil o anden de cualquier ardorosa calle del Caribe; pasados con coca cola, agua de panela, cerveza o vinos. De día o de noche, sin que la luna llena (redonda como una pelota) sienta celos por ello.
Coda: Los agradecimientos con el fútbol están impresos en la piel de mi nombre por eso no tengo mucho que señalarle, su virtud geográfica que no tiene fronteras me lo trajo del mentado Brasil por allá a finales de los años sesenta del siglo pasado. ¿Qué puedo hacer?