La mancha amarilla se extendió por todas las calles, por todas las ciudades, por todos los pueblos, por los campos, lo invadió todo, lo llenó todo, reemplazando cualquier otra ocupación y preocupación; se constituyó en prioridad, en pensamiento único, en única verdad, en objetivo primero, en esperanza, en identidad, en noción de patria, en todo, en dios.
Y esa nube amarilla, salpicada del tricolor nacional y de una variada parafernalia de objetos alusivos a la patria, con el estruendo de todos los medios de comunicación, se convirtió en monotema de conversación, ese en el que cualquiera es docto, en el que no se necesita saber nada para opinar, para lanzarse en sabiondas divagaciones, en optimistas y versadas cábalas.
Y quien osó no participar de este jolgorio patriotero que produjo la efervescencia amarilla, el fútbol, más le valió callar, la incorrección política o la adjetivación de traidor fueron de rigor, así como la lección-reprimenda sobre la acomodaticia noción de nación.
Ver un país, a Colombia, inusualmente unificado alrededor de una causa común produce alegría; observar la masa integrada en un objetivo colectivo de sana apariencia sin distingo de clases, razas, ideologías, suscita contento, sensación de colectividad, de hermandad. Pero, ver esa turba de amarillo uniformada produce también tristeza; cómo pasar desapercibido que ese mismo grado de integración y de aparente norte común no se logra sobre aspectos fundamentales, con acciones más dignas del intelecto o de verdadera construcción de país.
Es de desoladora aflicción escuchar, por doquiera, improvisar “sapientes” discursos, presentar argumentaciones y conjeturas sobre jugadas/jugadores, estrategias, posibles faltas, árbitros, pronósticos y apuestas sobre el fútbol nacional; y con alegría al paroxismo entronizar a sus integrantes de héroes, de prohombres, de ejemplos de ciudadanos. Magnificaciones que al menor desliz humano se derrumbarán con la misma rapidez con que fueron erigidas. No sin antes haber sido aprovechadas por los oportunistas políticos para aumentar sus cuotas de popularidad, cuando no de votos. “Pan y Circo” acusaba ya el poeta romano Juvenal 100 AC.
Tienen nuestros compatriotas con este tema para largas horas y días, evitando analizar que ese fútbol jugado fuera de fronteras, en un templo temporal cada cuatro años involucra enormes costos de participación que no se compadecen de las apremiantes necesidades de inversión en salud y educación. Cómo perder de vista que esta misma turba inflamada es, de manera cuasi general, incapaz, o embargada de desidia, de plantearse un verdadero análisis sobre aspectos de mayor envergadura intelectual o de efectivo provecho para el país. Pero ¿cómo podría hacerlo cuando no fue preparada para ello? Nuestro pobre, pobrísimo sistema educativo no da para más; así lo corroboran las pruebas Pisa que evalúan la calidad de educación de los países, y en donde Colombia ocupa deshonrosos lugares. Qué importa, dirán algunos, con tal de que sepamos elucubrar sobre cualquier patada futbolera.
Qué no se preste a confusión, no se trata de descalificar ni al fútbol, ni a sus seguidores, ni a su sana afición, sería simplismo. Poner en relieve sí, que aparte de la sobredosis futbolera debe haber, también, cabida para actividades más nobles al espíritu humano. Pensar o tener como única forma de entretenimiento y deleite al fútbol es deplorable e indicador de la penuria mental y educativa que nos azota.
Observar las caras hipnotizadas de los espectadores frente a un aparato de televisión que administra/inyecta un partido de fútbol produce una turbadora mezcla que oscila entre la pena y la risa. Incomprensible ver esos rostros de tensión, de dolor, de desesperación, de infinita alegría, de apasionados gestos que denotan estar atravesando por un hecho grande, grave, por el que están dispuestos a sufrir un colapso nervioso o un ataque cardíaco provocado por una sobrecarga de adrenalina.
Es triste, por decir lo menos, admitir que esa masa futbolera es obtusa, cuando no alérgica, a pensar o imaginar otras prácticas de endulzar sus vidas –en particular las culturales–, que logren aglutinarla, ennoblecerla al tiempo que divertirla. Guste o no, esta postura es superficial, las actividades del intelecto no ocupan lugar preponderante en las neuronas de nuestra masa nacional; y es que no han sido educadas para tal “innovación”. Razón de más para no cansarse de citar el lúcido ensayo del Nóbel Vargas Llosa en donde nos alerta sobre los peligros de la frívola “Civilización del espectáculo”, esa en la que estamos funestamente incurriendo.
La manía (¿congénita?) de los seres humanos de querer sentirse superiores a sus semejantes, ese menester primario de dominar, de posicionarse victorioso sobre el otro, de apabullarlo, sea a título personal o de grupo se pone bien de manifiesto en las competencias deportivas. En el caso del fútbol, tal proceder es interesante en cuanto puede ser substitutivo de actos de confrontación bélica real; puede ser una proyección utilizada como paliativo de un conflicto al convertirse en un desfogue controlado, en válvula de escape de una violencia latente y presta a aflorar, una pugna con reglas relativamente claras. Eso sería lo loable y benéfico. Por supuesto, habría de hacerse abstracción de las agresiones, patadas y hasta mordiscos que son propinadas en el ring campal, así como mejor no mencionar los muertos de las celebraciones postpartidos o las violentas barras bravas, o aquellos hinchas que sin entender que se trata de algo lúdico, asesinan jugadores y seguidores de equipos por fuera de las canchas. El deplorable caso del asesinato del futbolista Andrés Escobar es ampliamente ilustrador. Los narradores y comentaristas radiales y televisivos con sus simplistas y enardecedoras alocuciones cargadas de léxico guerrero tienen, a no dudarlo, parte activa, en esta violencia que colateralmente se desata.
Poco o nada nos expresamos quienes no consideramos al fútbol como actividad primordial y substitutiva de cualquier otra; estoicamente lo soportamos, más en estas fechas en que se convierte en la prioridad de la masa, compitiendo con su otro opio: el religioso –menos agradable, ha de admitirse. Entonces, para los no adictos ni afectos a esta “disciplina” queda aguantar, comprender, tolerar, pero también denunciar que no es en modo alguno el divertimento más excelso, ni el más noble, y que los fanáticos –espeluznante palabra a la cual nadie debería aspirar– deben considerar también otras formas complementarias de esparcimiento.
El índice de lectura en Colombia es de 1.6 libros al año (mientras en Alemania y Noruega es de 17). Es decir, que en promedio, a lo largo de 365 días un colombiano leería menos de 2 libros, cifra desoladoramente baja; para colmo, esta sombría estadística incluye en su cálculo los textos escolares, puesto que se obtiene de dividir el número de libros vendidos entre el número de colombianos en edad de leer. Si sacamos de este promedio los textos escolares, comprobaríamos que un número grande, asombrosamente extravagante no lee ni un solo libro en 52 semanas; pero qué digo yo, ni en muchos años, si ello no es en toda su vida. De que alarmarse. En cambio, y en contraste con este pésimo índice de lectura: ¿Cuántos partidos de fútbol ve por año una persona en Colombia? Me atrevo a asegurar que este promedio supera con creces el de lectura.
A pesar de lo anteriormente dicho, en las circunstancias nacionales actuales, en donde la reciente elección presidencial dejó tan hondas divisiones, encuentro útil haber hecho del fútbol un unificador no político como sanador de heridas, un pretexto supranacional que consolide la sociedad colombiana y le dé un objetivo común, que busque colombianidad por encima de las discordias políticas. Y ahora, que infortunadamente hemos sido eliminados de la gesta mundial futbolística, mis deseos para que nos demos también a otros esparcimientos que nos eleven el espíritu.