Llegamos al final de 2017, con la sensación de que este año se fue aún mucho más rápido que los anteriores. Es la época de los balances, de precisar cuánto avanzamos, de determinar cuánto nos quedó por hacer. Se trata realmente del primer fin de año que pasaremos en la legalidad, conscientes de que los tiempos de la lucha armada quedaron en el pasado.
Durante décadas lo celebramos en campamentos guerrilleros, lejos de nuestras familias, sumergidos en la profundidad de la selva. Por estas fechas esperábamos ansiosos el acostumbrado saludo de nuestro Secretariado Nacional, las palabras del comandante en jefe, la fiesta general de Navidad y Año Nuevo. Cada uno guardaba alguna prenda para estrenarla estos días.
Las lluvias torrenciales de noviembre mermaban considerablemente y desaparecían del todo para la Navidad y el 31. Pero el tiempo nos hacía también sus trastadas. El año 87, en la serranía del Perijá, el soplo poderoso de la brisa echó abajo un gigantesco árbol que aplastó dos camaradas en su caleta. Los demás los sacaron en hamaca hasta la carretera más próxima.
Otras veces se sobrevinieron violentos aguaceros que nos obligaron a esperar la medianoche bajo el plástico negro del aula. En el Magdalena Medio retumbaban de tal modo los rayos y truenos, mientras las gruesas gotas golpeaban con furia el techo, que la música del equipo de sonido conseguido siempre con apuros, apenas alcanzaba a escucharse como un rumor lejano.
Después las lluvias no fueron de aguas sino de bombas. Las avionetas exploradoras del enemigo sobrevolaban muy altas la espesura, con el propósito de detectar el mínimo destello de luz o de cualquier concentración humana, para pasar sus coordenadas a los aviones caza que se presentaban de improviso a soltar su devastadora carga.
Entonces la celebración se trasladó a las horas del día. Comenzaba a las siete de la mañana y terminaba a las cuatro de la tarde. Por turnos, cada compañía realizaba la suya, mientras las demás permanecían de guardia para enfrentar la presencia del ejército. Solía suceder que mientras en una compañía bailaban alegres, otras combatían con la tropa a cuatro o cinco kilómetros.
Manuel Marulanda Vélez introdujo criterios estrictos que debían cumplirse en todos los casos. En la guerrilla no se podía hacer fiesta sin un acto político previo. Las unidades preparaban obras de teatro, coros, cantos, poemas. Se pronunciaban discursos en los que nunca faltaba la mención a la revolución cubana. El menú para el día debía ser rigurosamente planeado.
Sendos grupos elaboraban los tamales, pelaban la vaca, preparaban el marrano o asaban la carne. Los más sobrios entre los sobrios eran designados como repartidores del trago. La música debía ser escogida previamente y un par de camaradas se encargaba de complacer el gusto de todos. El abrazo de las doce de la noche se cumplía con singular sentimiento.
Sendos grupos elaboraban los tamales, pelaban la vaca,
preparaban el marrano o asaban la carne.
Los más sobrios entre los sobrios eran designados como repartidores del trago
No faltaba la mención a los camaradas en prisión, a los heridos, a los que habían muerto por cuenta del enemigo, a los enfermos que se recuperaban en la ciudad. Entonces celebrábamos llegar vivos a esta fecha, sin dejar de pensar un instante en la posibilidad de que el próximo año la muerte nos impidiera hacer presencia y alguno hiciera la mención correspondiente del finado.
Descubríamos de repente cuánto queríamos a esas muchachas y muchachos, a esos viejos llenos de experiencia que nos enseñaban tantas cosas. Fácilmente rodaban las lágrimas por cuenta de la emoción. Era hermoso estar ahí, entregada nuestra vida por completo a la causa. Podía pasarnos cualquier cosa el próximo año, no importaba. Éramos plenamente felices.
Y estábamos por completo convencidos no solo de la justeza de nuestra lucha, sino además de la pureza de nuestra vida colectiva. A nadie allí lo movía interés personal alguno, era absolutamente inconcebible la práctica de alguna acción miserable. La familia guerrillera encarnaba los más nobles ideales y afectos. El compromiso con el pueblo y los demás camaradas era sagrado.
Afuera del aula, en los armerillos, descansaban los fusiles, las pistolas, los morteros, las granadas, las ametralladoras, bajo la vigilancia celosa de los guardias que se turnaban cada treinta minutos por otros de los participantes de la fiesta. Jamás en años y años de celebraciones guerrilleras conocí un caso en que alguno hubiera apelado a las armas para atentar contra otro.
No creo que exista un grupo humano, de ninguna índole, en la que el respeto y la solidaridad entre sus integrantes alcancen los grados vividos en las Farc. Hay quienes de mala fe se empeñan en hallar podredumbre en nuestras filas, apelando al odio, el resentimiento y la avaricia inyectados en traidores y desertores. No hay obra humana que no cuente con detractores.
Quien nos conoció directamente siempre creyó en nosotros. Ahora nos conocerá mucha más gente. En eso reside nuestra fuerza. En un año se verá con claridad.