Fuimos de los que se vinieron del campo con la promesa de una ciudad entre los puños. Niños maltratados y adormecidos que prendían planchas de carbón en las madrugadas frías. Gentes buenas que nunca aprendieron a leer pero que comprendieron, a tiempo, lo que bastaba. Espíritus nobles con diagnósticos equivocados que, de vez en cuando, se entregaron a la rabia, al llanto y a los gritos. Hermanos mayores con miedo de las montañas oscuras y sus guerras y patrañas escondidas. Fuimos obreros de construcción que prefirieron los largos recorridos a pie a los rodeos de buses confusos y humeantes. Fuimos las columnas que soportaron, desde afuera, el umbral de la familia que festejaba siempre adentro. Y durante mucho tiempo estuvimos ausentes sabiendo tomar distancia entre cada quien. Fuimos un recuerdo de tíos generosos que llenaban a niños inquietos de dulces y paquetes. Y de esa manera aprendimos que mucho de la dicha es aprender a compartir lo poco. Somos los viejos de pieles cerámicas y tersas que se resisten a morir hasta que se mueren.
Sin embargo, no pudimos serlo todo. Y por supuesto, no fuimos todo. Cuando un familiar parte, con él se lleva un pedazo de la historia que a pesar de ser común permanece ajena para sus parientes. (Y así finaliza ese breve mundo que aquel vio y vivió; que desaparece, sin excepción, con su fallecimiento). Morirse supongo es eso: suspender en el vacío la impresión individual de una vida irremplazable. Quizás esa es la recompensa considerable de la muerte: la mirada privada que nadie puede tocar. Todo relato sobre un difunto será una simple versión de lo que pasó: un acaso que termina por deshilacharse de tanto contarse. La muerte jamás es solo la muerte porque entierra con ella una fracción de vida que siempre será desconocida para los demás.
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Los obituarios públicos escogen a las mujeres y hombres por cierta magnitud y atributo, hoy he decidido dedicar estas palabras a la vida de un hombre simple: la ultima huella campesina de mi familia
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Con frecuencia los obituarios públicos escogen a las mujeres y hombres por cierta magnitud y atributo, hoy he decidido dedicar estas palabras a la vida de un hombre simple: la ultima huella campesina de mi familia. Un tío que sin proponérselo se convirtió en la espalda -o más bien en el lomo- de toda una familia. Se muere cansado de cargar y cargar: desde costales de carbón hasta las penas que nunca quiso revelarnos. El tío Víctor fue el primer hombre inexplicable que conocí. Un personaje confinado y silencioso al que los años y las mazamorras de su hermana -mi abuela- supieron ablandar. El afecto sabe quebrar cualquier cemento.
De antemano sé que con él se despide una buena parte de su verdad. Sin embargo, su muerte próxima me recuerda una lección infaltable que lleva acompañando a esta familia por décadas: sus viejos se mueren con la mano abrazada. Nadie debe quedar atrás o abandonado cuando envejece.
La última vez que lo vi en la casa, días antes de irse al hospital, estaba acostado en su cuarto; ya casi no abría los ojos. Al oír mi saludó se levantó y algo me dijo que no entendí. Le acaricié la frente. Estaba tapado y encogido entre varias capas de cobijas gruesas. “Victor se está convirtiendo en una montaña” pensé. Las mismas que lo rodearon y atenazaron en sus noventas años; pocas veces se fue de su Bogotá nata.
Hoy nos despedimos de esa montaña recia, encorvada e inamovible que fue él. Es posible que vaya a donde vaya, esta vez, sí quiera entrar a la fiesta.