"Fui becario en los Andes y aún me hacen matoneo"

"Fui becario en los Andes y aún me hacen matoneo"

La discriminación la ha sentido al salir de la universidad

Por: Farouk Caballero
febrero 09, 2015
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Foto: lapatria.com

"Dejad que los becarios vengan a mí, en breve los devolvemos".

Esta parece ser la máxima que se impone en algunas comunidades educativas de las universidades privadas más prestigiosas del país, gracias al programa “Ser Pilo Paga”. Muchas versiones a favor y en contra de la iniciativa se han alzado con el arranque del año académico, por esto decido contar cómo viví una experiencia similar en la Universidad de los Andes entre 2010 y 2013. Allí, becado, tuve una oportunidad invaluable: me gradué de dos maestrías en una de las universidades mejor posicionadas de América Latina.

Llegué a un nuevo mundo. Las bromas por mi arribo de Bucaramanga a Bogotá no se hicieron esperar. Pero los bromistas no pertenecían a los Andes eran amigos bumangueses radicados en Bogotá. Me dijeron: “¡pilas! Con la gallina bajo el hombro no le saque la mano al transmilenio, ellos tienen sus propias paradas”. Y era cierto. Existen estaciones.

Luego, al entrar al campus, mi primer choque fue brutal fueron los vigilantes saludaban y no eran, como se cree falsamente, una extensión de la represión estatal y el autoritarismo. Ese discurso trasnochado que me hizo ver, como enemigos a los vigilantes de la Universidad Industrial de Santander, aquí ya no me servía. Recuerdo que el frío bogotano me jugó una mala pasada. Usé el baño, para mi asombro no olía inmundo y estaba limpio. Con los meses descubrí que si quería sentir nuevamente esa putrefacción, los Andes también me lo ofrecía, bastaba con visitar los sanitarios del sótano del Edificio Aulas.

Dejo a un lado el sentimiento de pertenencia escatológico, para recordar el encuentro con mi jefe: Eduardo Escallón. Yo me había ganado una beca un poco tramposa para mi condición económica. Debía pagar la matricula, alrededor de $7.500.000 en 2010, y ellos luego me reembolsarían la totalidad del dinero. ¿De dónde iba a sacar ese billete? Para dar una idea de la economía familiar en ese momento, cuento que mi mamá tuvo que comprarme de urgencia una chaqueta, para mi viaje a Bogotá. La chaqueta costó cerca de $60.000 en el almacén Éxito. El pago mi madre lo difirió a 3 cuotas de esa horripilante tarjeta de crédito del Éxito. Mi padre se encontraba trabajando incomunicado en los llanos orientales. Cuando pude hablar con él, me dijo: “mijo, a mí me prestan la plata, pero llego en 15 días”.

Yo tenía cuatro días para pagar. La única opción era un préstamo callejero que cobraba la usurera suma de 10% mensual. Decidí entrevistarme con el jefe. Nubia, la asistente administrativa del Centro de Español, me recibió con una amabilidad inverosímil. Le conté mi caso y con una sonrisa me devolvió: “tranquilo, el doctor no demora en llegar, espérelo”. Acto seguido, me ofreció “café, agua o aromática”, bebidas que maravillosamente son gratuitas en muchas oficinas y departamentos de la universidad.

Llegó el doctor. Me invitó a seguir a su oficina. Cuando oyó mi saludo: “Buenos días doctor”, me asestó un golpe de trato que me removió el mundo: “doctor no, Eduardo. Siga, siéntese y cuénteme qué pasó”. Le conté el chicharrón. Cuando iba en la parte del prestamista sus ojos se abrieron y casi se saltaban por encima de sus gafas. Golpeó el escritorio y soltó un dardo tranquilizante: “¡Ladrones! Usted no se preocupe, yo arreglo eso”. Al día siguiente estaba matriculado.

Cursé muchos seminarios. Conocí gente de todas las regiones. Algunos becados con más dificultades económicas que las mías. Otros con más dinero del que podré tener en diez vidas, pero todos dueños de una camaradería que me hizo sentir en un nuevo hogar por cuatro años.

Ahora, debo decir que la tendencia siempre fue a convivir entre becados. Sin razón, imaginamos que el estudiante uniandino nos rechazaba por esos prejuicios absurdos que alimentamos hasta el cansancio en las universidades públicas, donde dicho sea de paso, una gran cantidad de estudiantes no proviene de familias pobres. En ese tiempo nunca sentí algo que pudiese denominar como matoneo.

En mis clases jamás recibí un comentario como “trabaje usted que es becado” o “los becados se deben esforzar más”. Todo lo contrario, el trato siempre fue el mismo para todos. Mis profes guiaron muy bien mi aprendizaje, a ellos mi más sincero agradecimiento. No puedo mencionarlos a todos, pero recuerdo que Patricia Zalamea me apasionó por la historia del arte. David Solodkow me motivó a continuar mis estudios. Adolfo Caicedo me enseñó que el conocimiento requiere sacrificios. Ómar Rincón me dejó claro que se puede ser muy crítico y académico, siendo fresco y buena onda. Hugo Ramírez me marcó el camino del doctorado: “hermano usted ya aprendió aquí, váyase a escuchar otros rollos. Pero eso sí, siempre estudie becado”.

Lamentablemente, la discriminación la he sentido al salir de los Andes. En diversos encuentros académicos y sociales los estudiantes de universidades públicas sólo me incluían en las conversaciones cuando mentaba mi pregrado en la UIS. Pero la exclusión traspasa las barreras nacionales, hace poco en un encuentro de becarios latinoamericanos Clacso-Conacyt en México D.F., los colombianos, como siempre, hicimos parche. Los temas, los mismos: ¿cuándo caerá Uribe? ¿Será que se firma la paz? ¿Hasta cuándo gobernarán los mismos? ¿Por qué surgió la guerrilla? ¿Qué une a guerrilleros y paramilitares con el narcotráfico? ¿Cómo responde la academia ante el conflicto y el posconflicto?

De pronto, la conversación aterrizó en la becas Colciencias, tema espinoso hoy día. Comenté, sin saber que mis palabras me hacían carne de cañón, que muchos amigos son becarios Colciencias de doctorado en los Andes y que pueden dedicarse a sus estudios en Colombia, con un ingreso mensual de seis salarios mínimos. Lo que garantiza un nivel de vida muy bueno para la investigación académica.

De inmediato mis interlocutores, todos de universidades públicas colombianas, me cayeron a palos con sus prejuicios: “esas becas son para los gomelos de los Andes”, terció uno. Otro sentenció: “hermano, plata llama plata, usted cree que Colciencias beca a los pobres. Está loco, ellos becan a los futuros ministros y a los hijos de los senadores –con un rostro de obviedad y sus manos abiertas concluyó–, a los de los Andes”.

Mi única respuesta fue que, paradójicamente, la mayoría de personas que conozco que son becarias Colciencias de algún programa de doctorado en los Andes, cursaron sus pregrados en universidades públicas y provienen de familias, que por bien que les vaya, arañan la clase media. Por eso creo que “Ser Pilo Paga” es un buen paso, pero se necesitan más. Por ejemplo, uno de los muchos detalles a mejorar es el sustento diario de un becario en los Andes, ya que para rendir el alumno debe tener asegurada, mínimamente, su comida, su dormida, su alimentación y sus espacios de descanso, por eso necesita más dinero, porque un almuerzo en Randys o en Andrés, no vale lo mismo que donde Ana María o donde doña Blanca.

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