Como era de esperarse, la COP26 sobre cambio climático realizada en Glasgow (Escocia) dio ganas de llorar; al menos a mí.
Todo el mundo lo dice y todo el mundo lo sabe: el tiempo se acaba. La última oportunidad del planeta para revertir el irreversible daño causado al medio ambiente acaba de morir.
Las más atrevidas decisiones tomadas por los gobiernos de los países participantes fueron fundamentalmente dos.
Primera: disminuir la producción de automóviles e industrias alimentadas con carbón y combustibles fósiles en un treinta por ciento entre 2021 y 2030. Inglaterra y otros países se opusieron. ¿Su argumento? No frenar su desarrollo económico ni exponerse a un “paro”.
La otra “medida” está relacionada umbilicalmente con la anterior: reducir las emisiones de gas metano (más letal que el dióxido de carbono), hasta en un cincuenta por ciento de aquí al año 2050.
La COP26 no utilizó nunca la palabra “eliminar”, ni para esas, ni para ninguna otra de sus pálidas “metas”. Lo cierto es que acercarse a uno solo de esos objetivos implicaría desacelerar, más que eso cerrar temporalmente las producciones de petróleo y carbón, así como las de todas las industrias relacionadas con ellas, en cerca de un cincuenta por ciento a nivel mundial.
Qué fantasía tan grande: las dinámicas de crecimiento de las tecnocracias modernas son incompatibles con cualquier voluntad de paralizar el engranaje tecnocientífico que las mueve. ¿De veras puede disminuirse, así sea lentamente, la explotación, producción refinamiento, comercialización y consumo de carbón y petróleo a nivel mundial en proporciones sostenibles?
Tal vez, si se quisiera, pero ningún país rico (ni pobre, estos menos) está dispuesto al sacrificio que eso reclama. Esa es la verdad. Está bien que los políticos, magnates y tecnarcas reunidos en Glasgow se mientan a sí mismos, pero es pornográfico que pretendan hacerlo con los 8 mil millones de habitantes del planeta al día de hoy.
En el mejor de los escenarios el solo intento por realizar la utopía de salvar la Tierra implicaría que el desorden mundial vigente terminara de colapsar: sobrevendría una catástrofe económica que arrasaría con todo lo que existe.
Si a duras penas se ha podido paliar el aprieto causado por el COVID19, ¿que podría esperarse de algo mayor? Pero más grotesco que imaginar a multimillonarios, políticos, y grandes carteles de la industria y el capital como mesías, es pretender que semejantes depredadores disminuyan sus privilegios y beneficios para proteger insignificancias como las fuentes de agua, el aire, los árboles y las especies en vías de extinción.
¿Si los seres humanos ya no importan, qué pueden importar las otras formas de vida?
Finalizaré con una cita de Heidegger que viene como dedo al anillo: "Ningún individuo, ningún grupo humano ni comisión, aunque sea de eminentes hombres de Estado, investigadores y técnicos, ninguna conferencia de directivos de la economía y la industria pueden ni frenar ni encauzar siquiera el proceso histórico de la era atómica. Ninguna organización exclusivamente humana es capaz de hacerse con el dominio sobre la época".