Los partidos políticos colombianos durante varias centurias pasaron de agache frente a los grandes problemas generados por la desigualdad social y antes, por el contrario, se inclinaron a reverenciar los conflictos por su rentabilidad política electoral.
No hubo propuestas que condujeran a salir de la hecatombe, ni aún en los tiempos del M.R.L., Movimiento Revolucionario Liberal, cuando Alfonso López comenzaba sus discursos con la siguiente frase: “Compañeros de la revolución, subir a bordo”. En efecto, el primero en escalar el avión de la burocracia estatal fue el jefe del movimiento, quien llegó a la gobernación del Cesar cuando los mandatarios seccionales eran nominados por el presidente.
Lleras Restrepo, su adversario, fue su mejor mentor. El “Compañero Jefe”, en calidad de primer mandatario se destacó como “vallenatólogo de alta valía”.
La influencia la Revolución cubana lo condujo a apropiarse del discurso de connotados intelectuales de la izquierda liberal como Jorge Zalamea, Aníbal Prado, Jaime Ucrós y Natanael Díaz, entre otros brillantes dirigentes que descollaron como poetas, escritores y oradores de fondo.
El liberalismo y el conservatismo, desde que fue inaugurando la república, constituyeron una seductora maquinaria estatal, donde sus conductores, para subsistir, necesitaban una dosis de cinismo, engaños y marrullerías.
Inmersos en la violencia partidista, donde se inventaron formas de matar, el Frente Nacional fue la propuesta para acabar con la guerra civil no declarada, iniciativa partidista que develó una de las razones que originaron la violencia. Desde ese entonces, la torta presupuestal se repartió milimétricamente.
Los principios ordenadores de la política como el principio de lo público, el principio de lo ético y el principio de la democracia, fueron vaciados de su contenido histórico. La democracia fue un cascarón electoral. Los ciudadanos, para utilizar una frase de Rousseau, se vieron obligados a venderse.
Con la estrategia bipartidista del control burocrático y social, ofrecida al mundo como panacea, se creó la ficción de que se había replanteado el poder para que corrieran ríos de leche y miel. La alternación presidencial dejó por fuera a los pensadores del país. La administración pública fue un matadero de elefantes.
No obstante, el modelo creó fascinación, se presentó como inédito y novedoso, y el pensamiento nacional aterrizó en una verdad maleable, perfeccionada por la mentira y el engaño.
Tratar de formular nuevas teorías y enunciar mejores hipótesis significaba acabar con la ilusión, desintegrar el discurso y romper el consenso construido artificialmente.
Se puso en práctica una gigantesca docilidad política, aupada por la televisión; una especie de mansedumbre social excluyó el pensamiento crítico, y de la sociedad masificada homogéneamente, se pasó a la sociedad disciplinada, en el mejor prototipo de Foucault.
El discurso, la forma de razonar, la configuración del pensamiento colectivo, el “sentido común”, enmarcaban una forma neutral de mirar el mundo.
La operación de alta cirugía política, 1956, mediante la cual se amputó la memoria del conflicto, fue realizada por los mismos dirigentes que habían patrocinado la violencia.
Durante varias décadas la sociedad fue dócil, la humildad política se admiró como una relación y accesoria entre el líder y la comunidad.
El país se llenó de feudos políticos y cacicazgos. Tiempos en que se recibía en los pueblos de mentalidad rural a los “doctores de la capital” con repiques de campanas, arcos y cohetones. Parafernalia democrática.
Los partidos hicieron el oficio de “vigilar, controlar y castigar”, se diseñó todo un aparato político rector del pensamiento único y la dominación generó una cultura amorfa, imperfecta, que eliminó el concepto de dominado y dominante.
No es audaz afirmar que se formaron ciudadanos con características sumisas. Primó la mansedumbre del sujeto.
Fue la época de la ceguera, donde el campo de las ciencias sociales estaba desterrado y, a los pensadores solo les quedaba el camino de la prisión y la mazmorra, como aconteció con los maestros del conocimiento y pacifistas Álvaro Pio Valencia y Ernesto Saa Velasco. Cárcel para la inteligencia.
El encierro y el castigo eran procedimientos de “ortopedia social”, con los cuales el poder ponía de presente que el modelo no se podía cambiar.
La escuela, la universidad, la fuerza pública, los hospitales, los medios de comunicación y la iglesia no admitían hablar de mudar el establecimiento, sus rituales eran un juego de poder que formaban cuerpos adocenados, donde los desviados, los heterodoxos y los disidentes eran conducidos a la hoguera inquisitorial. El Padre Camilo Torres Restrepo fue declarado loco. Ruiz Novoa, un estudioso militar, fue proscrito. Habló de “cambios de estructuras” y debió salir del poder.
No hubo en ese período una propuesta política en el seno de los partidos tradicionales que fuera una oferta de superación cualitativa. El país vivió en el medioevo político, mientras que ahora, paradójicamente, hay partidos, pero tienen un criterio de dogma que les impide dar un salto dialéctico al Renacimiento político y social.