A veintiún meses de haberse firmado el acuerdo de paz, entre el Estado colombiano y las Farc-Ep, aún no existen ni las condiciones, ni las garantías elementales por parte del Estado para que el pueblo pueda ejercer libremente su legítimo derecho a hacer política, y aspirar a ser gobierno por la vía exclusivamente legal. No existen garantías porque el Estado continúa en manos de los mismos sectores, que hace 54 años optaron por arrojar al pueblo a una cruenta guerra, desechando la posibilidad de hallar soluciones reales a los problemas estructurales que en esa época y aún hoy aquejan a la sociedad.
A raíz de la implementación de los acuerdos de paz, el expresidente Santos se propuso cambiar todo con el propósito real de no cambiar nada, dejando incólume la estructura política, el modelo económico y la doctrina militar. De allí que no sea objetivo afirmar que Santos halla traicionado a su clase social dominante, tal como lo pregonan los sectores de extrema derecha. No, Juan Manuel Santos cumplió su misión: desarmó a la insurgencia armada más antigua del mundo, tal como lo expresó en reciente entrevista el dirigente fariano Jesús Santrich, quien es víctima de un montaje judicial de la Fiscalía y la DEA desde el 9 de abril de este año, “lo que querían era desarmarnos al menor costo posible y lo lograron”. En consecuencia, el gobierno anterior dejó el camino dispuesto a los grandes capitales para que exploten los territorios que en el pasado eran inaccesibles para ellos, gracias a la presencia insurgente y a la defensa popular.
El “presidente de la paz” nunca renunció a la aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional, promovida está históricamente durante más de 50 años por los EE.UU., y que busca legitimar el terrorismo de Estado en contra de las comunidades, con el efugio de combatir al “enemigo interno” en América Latina y especialmente en Colombia, “la democracia más antigua del continente”, donde según informes del Centro de Memoria Histórica y la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas de 1954 a la segunda década del 2000 el conflicto político, social y armado ha dejado más de 262.197 víctimas fatales, de las cuales el 80% son responsabilidad del Estado, de sus fuerzas estatales y paraestatales.
Durante las conversaciones de La Habana, el Estado no cedió ni un ápice de sus intereses, mientras que la delegación de paz de la guerrilla arguyendo una infranqueable voluntad de paz cedió más de lo que históricamente un ejército revolucionario debe ceder. En consecuencia, quedaron en el limbo asuntos de trascendental importancia para lograr una paz real con justicia social: la doctrina militar, la estructura económica, las bases militares gringas, y un sinnúmero de temas derivados que hoy por hoy mantienen al pueblo colombiano en la miseria y al continente en permanente estado de zozobra bélica, al tiempo que unos acuerdos de paz desechos dentro de un proceso de implementación que solo ha logrado un insignificante 18% de cumplimiento por parte del Estado en relación con las condiciones, jurídicas, políticas, militares, económicas y sociales que se había comprometido a generar a raíz de los acuerdos del Teatro Colón.
Para el régimen nunca fue una opción brindar garantías reales de participación política para la ciudadanía y los excombatientes. Por ello mientras el país “transitaba hacia la reconciliación” el Estado en cabeza del Nobel de la Paz fortalecía su aparato militar, condición sine qua non para concretar el ingreso de Colombia como socio global, a la agresora y desprestigiada por los pueblos del mundo: OTAN, gestión que ya había iniciado su antecesor Álvaro Uribe Vélez en el año 2006.
La Doctrina de la Seguridad Nacional ha sido consuetudinariamente aplicada en Colombia. Sin embargo, hoy parece estar recobrado los bríos y emergiendo con su carácter más totalitario y brutal, el cual había sido matizado y encubierto en el gobierno de Juan Manuel Santos. Es así como la nueva administración de Duque encarna la reconfiguración de esta siempre para el pueblo pavorosa doctrina, con su ya conocida denominación a la colombiana: “Seguridad Democrática”. Reconocida por más de ocho años como sustento de los crímenes de Estado: los llamados falsos positivos, las masacres paramilitares, la tortura, la desaparición forzada por razones políticas, la represión a la protesta social y todo tipo de vejámenes expresados en los gobiernos del uribismo. Es por lo anterior que mientras los colombianos estén bajo este modelo de democracia restringida, no será posible que las mayorías accedan al poder político sin adoptar todas las formas de lucha popular.
El régimen político y militar colombiano no puede explicarse sin la histórica participación de los EE.UU. Ninguna acción del imperio es improvisada. Tanto el desarme de las Farc-Ep como el ingreso de Colombia a la OTAN y el triunfo del uribismo en las presidenciales son pasos impulsados, apoyados y dirigidos por ellos, entre cuyos más inmediatos objetivos está posibilitar una intervención militar contra Venezuela y en general avanzar en el proceso de ocupación para el control del continente latinoamericano.
De allí que no sea espontáneo el evidente proceso de exterminio que se viene presentando a lo largo y ancho del país de todo aquel que represente una oposición política a los intereses de la clase dirigente. Solo en el periodo 2016 - 2018 se contabilizan más de 400 asesinatos de líderes sociales y excombatientes de Farc, lo que corrobora la permanencia y profundización de la política de exterminio físico del contradictor al régimen, causa principal que generó y mantiene la expresión armada del conflicto político y social en Colombia.
La clausura por parte del Estado colombiano de las vías pacíficas para tramitar el conflicto político y social solo favorece y sitúa la rebelión armada como alternativa real de incidencia política de importantes sectores sociales del país históricamente excluidos. A lo anterior hay que agregarle que la intolerante clase dominante, por su parte, nunca ha renunciado a combinar todas las formas de violencia legal e ilegal contra sus contradictores políticos.
El incumplimiento por parte del Estado de los acuerdos de paz y el asesinato sistemático de los líderes sociales está llevando a los colombianos a reconocer en las vías de hecho y la lucha armada un legítimo derecho de salvaguardar la vida y sobre todo un derecho político.
Es un juicio sin fundamentos aquel que afirma que aparentemente existen en este momento en Colombia garantías para la participación política de los sectores históricamente marginados. Dicho postulado procura sustentarse en las actuales curules de Farc, que fueron resultado del acuerdo de paz. Eludiendo la realidad política en los principales escenarios de lucha social en el país, donde el régimen continúa ensañado en contra de los líderes sociales y reincorporados.
A lo anterior hay que agregar la indiscutible inestabilidad en relación con la permanencia de las mencionadas curules como consecuencia de las embestidas jurídicas y políticas que el uribismo realiza a través de anuncios aparentemente inofensivos, en relación con efectuarle “cambios” a los acuerdos de paz.
En síntesis, en Colombia se está reconfigurando una tiranía contra la cual, definitivamente, la única arma no podrá ser la palabra.