Era 28 de mayo de 1997 y yo acababa de sufrir, en enero, el accidente más grave de mi vida. Uno de esos que, de sobrevivirse, comprueban con un experimento arrasador que uno no está habitado por un suicida. No es cualquier cosa. El apego a la vida no le viene bien a todos, vivir no es un gusto: exige aguante, buen humor, algo de astucia para hacerle el quite al tapete sorpresivo de los días. Parecería muy común, pero cuando me hablan de “la alegría de vivir”, ese supuesto almíbar colectivo en el que flota la existencia, yo no sé a quién imaginarme. Creo que, de darse, es una condición excepcional (y empalagosa). Entonces pienso en el trueque sensato de intercambiar la idea vaga de la felicidad por el gozo efímero del placer. Para mí ha resultado más que conveniente.
En esas semanas —demasiadas— de horas en cama, uno de mis amigos apareció con un regalo. Nunca se lo he agradecido en voz alta, pero digamos que le puso la piola a mi cabeza, entonces en modo de cometa hacia los cables de la luz. La sorpresa: un cuaderno anillado chiquito y corriente, que él tituló “Frasario”, y que había cargado en su maleta a los paseos, a las salas de espera, a los cines, a las discotecas, a los buses. La letra rápida, irregular, no era más que su capacidad de sorpresa. Su reacción en vivo. Ahí había escrito incontables palabras, párrafos enteros de libros que leía, diálogos de amor desportillado de las películas domingueras, pedazos de poemas, de canciones, de conversaciones ordinarias. “Es hora de que rote”, me decía en una breve nota. Y lo ponía en mis manos, con unas pocas páginas en blanco. Con mi desidia de entonces esas hojas rayadas, llenas del ocio despierto y de la energía de otra persona, se quedaron en el cajón de la mesita de noche. Y pasaron muchos meses. Para mí las maravillas son siempre un descubrimiento tardío.
No importa cómo un día el Frasario saltó del cajón a mi atención. Ni tampoco sus variaciones de contenido: en este caso una solución bien diluida que sabía reunir, al tiempo, a Sófocles con Cristina y los subterráneos, al marqués de Sade con aforismos de la sabiduría Kogi: “Bailamos para no morir”. Ahí había una vida expuesta en su lugar más difícil de conocer, el de las inclinaciones cuando se están inclinando. Por esas rutas yo tenía en las manos la huella de una personalidad afirmándose y descubriéndose. Ahí estaba el proceso del destino privado de mi amigo de barba pelirroja, con su alma potente, brillante y banal, en obra negra. En mi existencia insensible y a la fuerza anestesiada, quedaron los puntos suspensivos de cómo se forja el carácter con el uso silvestre de la sensibilidad. El día en que ese Frasario me habló creo que respiré hondo por primera vez. Había un oxígeno helado en el aire. A mi amigo, casi no lo volví a ver, pero reconocernos hoy quizá sobraría.
Desde entonces tengo un gusto silencioso por los procesos en curso. Por la inmadurez. Esa forma ingenua del existencialismo que usa palabras como “nada” y siente que construye un acantilado. Me quedaron para siempre en la memoria esos versos de Darío Jaramillo que yo creo que a él no lo convencen, por lo difíciles de encontrar reeditados, pero que le dieron casa a mi desazón con la “Biografía Imaginaria de Seymour”, uno de cuyos fragmentos reza en mi Frasario:
“Quiero ser la quinta rueda del carro.
Tempestad.
Peras en el olmo.
Ser nada y estar en todo.”
La vida, inclinada, ha sabido llenar las páginas restantes.