Al abrir los ojos a la noticia, caduca la falsa ilusión de eternidad personal que llevamos en el alma: ha fallecido a los 89 años el poeta Francisco Brines. Y sin embargo, la elegancia escrita de su pensamiento y el recuerdo que de su alegría comportan sus amigos, no podrá extinguirse. Su obra es esclarecimiento. Él mismo declaró que “la persona que ha encontrado su tarea poética ha encontrado lo que todo hombre al nacer tendría que tener; un destino y un destino mágico, en el que se adelantan las cosas antes de pensarlas”. Y quizá por ello, por su conocimiento profundo de la fugacidad y la belleza, dedicó muchas páginas al misterio del tiempo y de la muerte.
Brines arbitraba continuamente entre la necesidad poética de alcanzar la hondura y el asombro atemporal de la lectura, que tanto enriquece la vida y la multiplica. Pienso que nadie más que él hubiese estado de acuerdo con aquel pasaje del filósofo francés Pascal Quignard que nos señala que “hay un tiempo en el que todo pasa el muro del sonido. Un extraño silencio de la lengua”. Y que concluye diciendo que a eso “se llama escribir”...
Pensador meticuloso. Perfeccionista no solo de las cadencias de su poética, sino del luminoso material de sus imágenes más personales, Brines fue uno de los representantes más notables de la generación de medio siglo, junto con Ángel Valente, Gil de Biedma y Agustín Goytisolo. Su obra -como la de todos los grandes maestros- es irreductible. Su voz, aunada al eros profundo de la meditación simbólica y a la experiencia como máximo lugar de enunciación, fue frugal e inmensa; humilde y absoluta. Debido a ello, Brines fue reconocido por algunas de las más importantes instancias de nuestra lengua, a través de los premios Adonais, Federico García Lorca, Reina Sofía y Miguel de Cervantes.
Así mismo, fue un observador sincero de los prolegómenos de la historia moderna de la poesía española. Asumió la impronta de Luis Cernuda, de Juan Ramón Jiménez y de Vicente Alexandre. Y fue cauto, grave y oportuno. Engendró y publicó sus poemas únicos sin el afán de los necios ni la negligencia del arrogante. Contempló la música gramatical del mundo con un acierto sorprendente, que puede rastrearse con facilidad en obras como Palabras a la oscuridad (1966), Aún no (1971), El otoño de las rosas (1986) y por supuesto, La última cosa (1995).
Brines hizo de su forma de escribir algo transparente y universal en el que asoma siempre una tregua con la tolerancia, la reflexión, la sensualidad y la propia vida. Así pareció confesarlo al poeta José Antonio Olmedo en su última entrevista:
No veo razón alguna por la cual tenga que existir una inconsecuencia entre esa poesía (...) de valores, y la poesía entendida a un nivel general. La poesía, y cuando digo poesía me refiero a la manifestación genuina, que reclama ser por necesidad, ante cualquier circunstancia, siempre es vivencial y, por extensión, a su modo, reflexiva, puesto que los versos únicamente pueden brotar de la sensibilidad, la educación y la emoción de la vida que recorre su autor (Quimera, pp.4-6).
Con la muerte de Francisco Brines el mundo de la poesía queda un poco más vacío. A finales del 2020 falleció el filósofo, escritor y querido amigo Enrique Lynch y en lo que va del 2021 han muerto también Guadalupe Grande, Enrique de Rivas Ibañez, Joan Margarit, Lawrence Ferlinghetti, Adam Zagajewski, Álvaro Martín y José Caballero Bonald. Pero como propuse en otro lugar, a la muerte de Yves Bonnefoy, “lo que no muere, es poesía”...
Me resulta imposible no sentirme conmovido por la sencillez del poeta, que en el año 2000 se retiró a su casa de campo en Oliva, para escribir rodeado de naranjos y del silencio que verdaderamente le permitiera estar consigo mismo para vivir el inevitable mundo que sucede. Tal es la sutileza de su pensamiento, que ante la pregunta por la muerte, ilumina diciendo: “estate atento a todo y muere con la certidumbre de que la vida no la has malgastado, porque la amas y lo que se ama no puede malgastarse” (Olmedo, op.cit).
El poeta ruso Evgueni Evtushenko dijo que “la biografía de un poeta son sus poemas” y que “el resto es un comentario”. De ser así, la recreación de lo existente, la ruptura feliz de lo imposible y la trasgresión de lo cotidiano, a través de la palabra son breves, pero ciertos cenotafios en el índice de la admirable biografía de Francisco Brines. Pocos poetas han logrado angustiar la lengua (como habría digo Lyotard) con tal pasión y arrobo:
Debí amar las palabras;
por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:
el mar, el firmamento,
un goce o un dolor que al instante morían;
y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.
Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:
ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,
pues todo lo contiene su deseo.