La cuestión negra y afro en Colombia, a fuerza de los hechos de los últimos años, ha venido ganando protagonismo y notoriedad. Es al lado de los nuevos roles que está reclamando la mujer en la sociedad, quizá el asunto más potente para las próximas décadas en el país.
No por casualidad el viaje reciente de la vicepresidenta Francia Márquez a África ha despertado tanta aprobación como una virulenta muestra del racismo que pervive en vastos sectores de la sociedad. Redescubrir, pues, el significado que tiene la visión y cultura de los pueblos negros y afros de Colombia no resulta una idea peregrina, así muchas figuras notorias quieran con sus cuestionamientos a la vicepresidenta, ocultar las furiosas muestras de racismo que los poseen.
Cobra especial relieve por tanto la historia de la cuestión negra que durante un periodo importante de la república se muestra en la publicación del libro La vanguardia intelectual y política de la nación, escrito por el historiador Francisco Javier Flórez. En específico, el libro aborda el lugar y el papel de la intelectualidad negra y mulata en el arco de tiempo que va de 1877, a 1947, tiempo durante el cual la historia de Colombia ha mostrado como grandes figuras intelectuales y de la política a Miguel Antonio Caro, Rafael Nuñez, Jorge Isaacs, José María y Miguel Samper, José Eustasio Rivera, Laureano Gómez, Miguel Jiménez López o Luis López de Mesa, entre otros, pero ha dejado en la penumbra, o francamente marginados, a figuras negras o afros como Candelario Obeso, Juan Coronel, Manuel Pájaro Herrera, Manuel Francisco Obregón, Luis Antonio Robles, Antonio María Zapata, Juana Julia Guzmán, Diego Luis Córdoba, Jorge Artel, Arnoldo Palacios, Rogerio Velásquez, Natanael Díaz o Adolfo Mina Balanta. El más notorio fue Manuel Zapata Olivella, pero sus obras hoy ya parecen reliquias para las generaciones presentes.
Flórez señala sobre su libro que es “un antídoto contra el olvido, reconstruye los términos de inclusión y las acciones –individuales y colectivas- a las que apelaron letrados negros y mulatos para navegar el orden socio-racial colombiano en lo conocido en la historiografía como la República de los Blancos y la República Liberal” (2023. p. 21). Es decir, los periodos en el que políticamente Colombia estuvo en gran medida gobernada por presidentes y políticos con un ideario hispanista de lo más ultraconservador y católico, sumado a una política de blanqueamiento, que pretendía situar a la sociedad colombiana como una sociedad en la que los pueblos negros e indígenas no fueran los que marcarán su identidad principal, como lo mostraba en gran medida su presencia y física y numérica en los años de inicios y evolución de la Regeneración conservadora, sino que abriera sus puertas al influjo de las mentes y los cuerpos de piel blanca para reivindicar sobre todo la herencia española y europea.
Durante la Republica Liberal, pese a que se recrudeció el ideario del eugenismo y del racismo científico por las mentes públicas más acomplejadas de la república, la nueva dirigencia del país le apostó al relato del mestizaje a la vista del empuje y resistencia de muchas figuras negras y afros que tomaron las armas y las ideas de la ilustración en los ejércitos liberales de las guerras civiles y las luchas sociales de décadas anteriores. Líderes negros y afros habían tomado esas banderas para construir un ideario con el que defender su condición de ciudadanos y de hombres libres. Es decir, las promesas de respeto y dignidad por los pueblos negros era un ideal por materializar y alcanzar. Figuras como Diego Luis Córdoba en el Chocó, o Manuel Obregón en Cartagena, pese a su condición de liberales, eran discriminados por la dirigencia nacional.
En el Chocó, por ejemplo, que fue una Intendencia hasta el año 1947, nos recuerda Flórez, solo hasta 1933 pudo tener un intendente nacido en esa tierra porque durante el siglo XIX y parte del siglo XX, la máxima autoridad administrativa del que fue después departamento, se la imponían desde el Estado o Departamento del Cauca.
En Cartagena había una situación distinta porque los negros y mulatos eran mayoría en esa ciudad. En los años 20 del siglo XX, pongamos por caso, el Concejo de la ciudad tenía una representación significativa de líderes negros, Sin embargo, pesaban aún las ínfulas señoriales de su élite urbana. Flores señala que voces conservadoras, en esos años que los negros empiezan a ocupar lugares destacados por su formación profesional o por su exigencia de encontrar un lugar en la educación, desplegaron campañas “en contra del interés de los sectores pobres por estudiar profesiones liberales”. El autor sostiene que esas voces con un argumento clasista señalaban que “los hijos de los artesanos y campesinos, en vez de seguir contentos trabajando con sus tradicionales serruchos, garlopas o azadones, preferían usar herramientas de las profesiones liberales, como el bisturí y la pluma” (p. 156).
En el Choco o Cartagena, no obstante haber sido lugares de sociedades ex esclavistas, había permanecido desde tiempo atrás el sentido por la libertad en el corazón y el alma de sus pueblos negros. Y entrado el siglo XX, la exigencia de educación como derecho, no sólo fue una bandera de inclusión social, sino un camino para demostrar a las élites que se ufanaban de blancas, que la llama de la inteligencia y la valía intelectual y cultural no era un atributo solo de ellas.
Si se analiza la historia de Flórez, los pueblos negros y afros que describe su libro no sólo muestran una historia diferente, lejos de los tópicos y lugares comunes habituales que ha alentado cierta historiografía colombiana filoeuropea, sino que es la prueba de que el racismo, como sistema, siempre ha estado en la agenda de la clase dirigente y las élites intelectuales y sociales que ha gobernado a Colombia. “Lejos de ser los bárbaros e incivilizados descritos por integrantes de las élites del mundo andino y varios de sus pares regionales, letrados y políticos procedentes de las costas Caribe y Pacífica, como lo venían haciendo desde comienzos del siglo XIX, se vieron como ciudadanos y se ubicaron en el centro de los debates que sobre raza y nación se dieron en Colombia entre 1877 y 1947” señala el autor del libro en cuestión.
De ahí viene que las figuras negras y mulatas arriba citadas se valoren como vanguardia intelectual y política de Colombia, en tanto pensaron la nación más allá del hispanismo, el determinismo geográfico, los prejuicios culturales y la mirada racializada que se impuso por las figuras más conocidas e influyentes de Caro, los hermanos Samper o Laureano Gómez, Jiménez Lopéz o Lopez de Mesa durante finales del siglo XIX y la mitad del siglo XX que estudia en el libro. Esa mirada todavía hoy perdura y se prolonga en las manifestaciones furiosas de racismo que se ven en el presente contra Francia Márquez y los pueblos negros que en la actualidad habitan no ya solo las Costas colombianas, sino que también se han expandidos a los valles interandinos y a ciudades capitales como Bogotá, Medellín y Barranquilla.
Se impone entonces, como lo sostiene Flórez trascender “La superación de algunos de los silencios historiográficos presentes en la historia intelectual de Colombia”, lo cual pasa también “por comprender que la contemporánea idea de Bogotá, como espacio percibido por el grueso de los colombianos como centro cultural de la nación, no se corresponde del todo con las percepciones de algunos habitantes de las costas Caribe y Pacífica a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX” (p. 340).
La agenda de los pueblos negros y afros está en marcha y su valía intelectual e inteligencia no sólo está por redescubrir, tal como lo muestra el libro de Flórez que comentamos, sino que, por sobre todo, se debe traducir en el cumplimiento de sus derechos en la práctica cotidiana y en la eliminación, por fin, del legado racista que consume todavía a buena parte de la sociedad colombiana.