Fragmentos de centauros

Fragmentos de centauros

La historia de pulgarcito

Por: Sebastián Torres Rincón
mayo 06, 2015
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Fragmentos de centauros
Imagen Nota Ciudadana

¿Quién no ha tomado tinto en una plaza? ¿Quién no ha hecho una llamada por un celular, a cien pesos el minuto, desde esos Nokia que están amarrados a una cadenita que sujeta la misma señora que vende el tinto? ¿Quién no ha visto cómo un anciano le asegura un motín millonario si le compra un billete de lotería?

Me fui para la plazoleta los centauros, en todo el centro de Villavicencio, el lugar primordial a la hora de ubicarse, de concretar cita con alguien, el lugar donde alguna vez estuvo la primera cárcel de la ciudad, donde han existido, además, desde galleras hasta establos. Hoy en día está rodeado de casinos, cantinas, bares, bancos, almacenes de todo tipo, y es que como dice Pulgarcito, el famoso embolador que lleva allí años: ‘‘aquí se consigue desde una aguja hasta un camello’’.

Es muy temprano. A medida que el sol se asoma en medio de nubes grises que se empeñan en opacarlo, los habitantes de la calle recogen sus cartones, periódicos, aquello que los abriga en las frías noches, le madrugan a un día más de lo que llaman vida. El desayuno no está listo en el comedor, no hay que preparar el café, la supervivencia se guerrea al igual que todos los días: en los botes de basura que alguien atestó el día anterior. Los celadores del centro comercial aledaño entregan el turno a sus compañeros, el señor de los tintos, que además, vende avena, una limonada preparada de sabores instantáneos pasada por un perdido toque de fruta, y unas empanadas que la verdad, no son estéticamente agradables, permanecen tibias al calor de un bombillo que al parecer casi no calienta, la espesa capa de grasa que lo cubre lo impide, huelen al día anterior pero nada se puede perder, hay que venderlas. Estacionado en su lugar de siempre ya vende los primeros cigarrillos y vasos de tinto a los transeúntes que buscan algo de calidez o simplemente despejar el sueño de esta mañana gris. Sin embargo todavía falta por llegar más de la mitad de la gente que todos los días aglomera el tan reconocido lugar, el que muchos dicen que vive lleno de viejitos pensionados y solitarios, de adictos al alcohol, y aquí recuerdo nuevamente a Pulgarcito cuando me contó que existe algo aún peor a todos los vicios, el que él califica como el bazuco electrónico: los casinos.

El tiempo parece haberse congelado allí, todo está marcado con las grietas que son testigo del paso de los días, la palidez de sus colores destella tristeza, todo lo contrario a lo que debería expresar el lugar emblemático de una ciudad, colillas de cigarro, vasos de tinto tirados por doquier y el corrosivo excremento de paloma es todo lo que adorna cada rincón. Paradójicamente en la plazoleta llamada Los Centauros no existe rastro alguno de un centauro de ese llamativo animal mitológico griego característico de los llanos, el único monumento que se exhibe es un coleador, a propósito, venezolano que galopa su poderoso caballo. Al fondo una tarima en donde alguna vez se presentaron actos que aunque no típicos de Broadway, lograban aglomerar en alguna época, cualquier cantidad de personas en una tarde de sábado. A esta misma plataforma, anhelando llegar a la fama, allí se subieron artistas que hoy se reconocen en todo el país. Hoy, el panorama es desolador en este fuerte de concreto, el único acto que canta y declama allí es el vacío, actúa un propósito que nunca fue, su rumbo perdido alberga ahora indigentes; sus paredes, atiborradas de afiches que promocionan eventos que ya sucedieron hace meses, incluso años, reflejan más que desolación, impotencia de quienes alguna vez se esmeraron para que se cumpliera el verdadero fin.

Cerca de las 7:30 de la mañana, observo a un hombre de baja estatura que va llegando al lugar, lleva consigo una caja de madera decorada con monedas, una pequeña butaca y carga a su espalda un morral cargado de historias que no pude evitar querer conocer. Su rostro además de ser testigo de un largo recorrido por la vida, me enseña que en él habitan raíces indígenas; particulares accesorios cuelgan de su cuello, el más llamativo es un colmillo de un animal que aún no logro descubrir, está atado a un cordón y a simple vista, es evidente que no los tiene hace poco tiempo.

Se ubica en su sitio estratégico, donde quienes lo conocen saben que siempre está allí. De una de las cantinas aledañas, saca el trono donde atiende a sus clientes: una vieja silla Rimax que quizá buscando jubilarse se partió en su espaldar, pero esto es Colombia, tiene una cirugía muy bien hecha con alambre que seguramente permitirá su uso unos cuantos años más. Debajo de ella acomoda su radio, un Sony que sólo funciona con baterías de nueve voltios y aunque suena un poco distorsionado, sirve para amenizar los días de trabajo, no obstante algo me inquieta: ¿por qué sólo se escucha a Diomedes Díaz, a los Hermanos Zuleta?... Cuando ya vi al hombre listo para trabajar, me acerqué y fue ahí donde pude conocer a Pulgarcito Fonseca, uno de los tantos lustradores de zapatos que “se la rebusca” en la plazoleta.

Mientras Pulgarcito me habla del pacifismo con el que trabajan todos los que allí buscan a diario para la comida, la vivienda, noto extrañeza en su acento, que a decir verdad, me confunde por la falta de sus dientes superiores, aún no me atrevo a preguntarle. Me cuenta también que ya se borró de su mente el día exacto en el que empezó a trabajar como embolador, de cómo los políticos en campaña mediante artilugios utilizan su gremio, el gremio de trabajadores informales para hacerse unos cuantos votos a favor mientras que la retribución a esos votos no son más que quimeras.

En medio de la charla con un experto contador de historias que resultó este hombre, me entero que en esta misma silla se han sentado personajes como Antonio Navarro Wolf y Horacio Serpa!, ¡sí!, ¡en la misma Rimax remendada!, pero ¡ah que carajo! Pulgarcito me contó eso muy tarde ya, cuando estaba cómodo y la conversación muy entretenida como para pedir un cambio de silla. Entonces, solo mantengo mi atención en lo que me relata ‘pulgar’ como también lo llaman, melancolía e impotencia percibo en su voz cuando al señalar la tarima me cuenta que aquel rincón es albergue de los habitantes de la calle, allí es donde fuman los cigarros del olvido, buscando aliviar una dura realidad, inhalan lo que les calma el hambre, la sed y quita la vergüenza para poder, ahí mismo, orinar, defecar e incluso tener relaciones sexuales.

Y Pulgarcito no miente, al acercarme solo logró llegar al segundo escalón, desde el cual ya podía más que observar, oler. Solo digo que cerré los ojos y de inmediato regresé con el embolador.

Pasadas las 12:30 del día, una señora, con un delantal que por sus manchas reflejaba el paso de los años, algo sofocada por el calor, trae a los emboladores el almuerzo en pequeñas tazas desechables. Sin saber que es aún huele muy bien, con un gesto humilde Pulgarcito se disculpa para almorzar mientras que yo estoy ahí, sin embargo el hombre no pone pausa a la conversación, come lo que al parecer es una pequeña presa de pollo acompañada con algo de arroz y papa, seguramente preparados con exquisita sazón, o al menos eso me da a entender su rostro. Cuenta en medio de cucharadas que para él, siendo hijo adoptivo de Villavicencio, es triste ver como este sitio emblemático de la ciudad está tan lejos de las manos de quienes gobiernan y es aquí cuando puedo preguntarle por su procedencia. Tierras lejanas, la alta Guajira dio a luz a este hombre corto de estatura pero extenso en palabras, casado ocho veces, padre de 28 hijos y que por razones del destino después de recorrer media Colombia, se quedó en Villavicencio, ahora entiendo el por qué de las canciones vallenatas, sus palabras con ausencia de la letra ‘s’ y es que si no fuera por ello, el amor y la pertenencia con la que se refiere a los llanos, sería muy fácil deducir que Pulgarcito es llanero.

En el transcurrir de la tarde, cuando el sol se prepara para ocultarse, puedo ver que aún existe una cara más en este lugar, una cara paralela a todo lo anterior; es la diversión y la alegría inocente de niños y niñas que, siguiendo una vieja tradición, persiguen con puñados de maíz a las cientos de palomas, algunos buscan pausar el tiempo con fotografías en aras de un buen recuerdo, no obstante, eso mismo es este lugar: una fotografía, una pausa en el tiempo, visitado a diario por miles, algunos de afán solo transitan, otros trabajan, viven o simplemente pasan sin más ni mas sus días allí.

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