Cuando estoy frente a la máquina de escribir pienso que soy un afortunado. No me pasa como a algunos que se sientan a escribir y esa página en blanco no les dicta nada y la mente se cierra y el tema no aparece. No. Por el contrario. Mi dilema es: ¿cuál de los hechos o noticias o partes del drama diario de la estupidez es el tema elegido para hoy? Es una verdadera dificultad escoger entre los realities de la televisión, con la prepotencia de una de las presentadoras, con el debate tan profundo sobre la sexualidad de una participante o si hay paraíso con tetas o sin ellas. O escribir sobre la masacre de campesinos y líderes sociales, con la mirada del gobierno puesta en Venezuela. O si lo del señor fiscal pudiera copar un poco de mis letras.
Tin marín de do pingue y me decido por otro tema para hoy: nuestros jueces y nuestra justicia.
“En Colombia, por ejemplo, miles de delitos de todo tipo y de cualquier nivel social quedan impunes, incluyendo, precisamente, los asesinatos de mujeres, los de activistas, los de líderes populares y sindicales… muchos de ellos perpetrados por grupos con fuertes intereses económicos, que dominan fácticamente. De hecho, las estructuras de estos poderes fácticos que dominan al planeta son mafiosas, imponiendo sus muy mezquinos intereses, entre ellos, salir impunes de los delitos que cometen” (notas sobre la estupidez).
Bajo una estructura jurídica, fruto de la Constituyente, se adoptó el sistema penal acusatorio, con ventajas y beneficios muy considerables para los reos y con extensas e innúmeras leyes intentadas para un país indisciplinado en todos los pisos de la estructura social. El sistema de alguna manera se debilitó por su propio peso de incompetencia y falló. Se llegó a la corrupción de lo más puro e inmaculado: los magistrados de las cortes. Si una manzana se pudre…
Para los colombianos hoy el sistema penal acusatorio fracasó, por su incapacidad de procesar a los bandidos, por su lentitud parsimoniosa, por su poca credibilidad, por tantas triquiñuelas y minucias que se urden entre los funcionarios y los abogados; porque se llenaron las cárceles y hay superpoblación carcelaria y el trato a los presos es inhumano; porque todo se volvió un tejemaneje y un conflicto permanente entre la fiscalía, los jueces y el gobierno y porque finalmente, los que pagan el pato son los jueces penales de la república. Andan por precipicios sobre telas de araña: si el juez de garantías decide un aseguramiento, los abogados (incluida la opinión pública) van a poner sus ojos encima.
Si dictamina la irregularidad de la detención o la deficiente presentación del detenido (por ejemplo: porque fue atropellado físicamente, o por extemporaneidad en su presentación), entonces el juez es venal y ya es la judicatura y la opinión y los medios los que caen. Si mantiene a alguien privado de la libertad, sindicado o indiciado, por fuera de los requisitos legales, porque hay presión social, de la fiscalía o de los medios, puede ser investigado por abuso de autoridad y detención arbitraria. Y, así, tras muchos avatares, los jueces son los trompos puchadores de la justicia colombiana. Que los hay, los hay. Pero sigo creyendo en ellos: en su honestidad, en su capacidad, en su humanismo y en su amor a la profesión. Sigo creyendo que el problema de nuestra justicia no está en las sábanas. Está en la estructura social en la que funciona. Es una estructura en la que los poderes mafiosos y las entretelas del manejo político hacen su juego, en la que sus intereses no se tocan y en la que campea la corrupción y la desmoralización y las delincuencias de todo tipo, incluida la delincuencia social o famélica, esa sí, digna de todo el peso de la ley.