La ley del granate dice que al indio y al coyote se les mate. Era un anuncio fijado con papeles colgados en las cercas de tierras mexicanas y que todavía parece sutilmente vigente en algunas partes la inmensa Colombia, que se niega a reconocer que sus problemas políticos y sociales tienen sus bases en la desigualdad y en sus maneras de gobernar autoritarias y excluyentes, de las que emanan como decretos, imaginarios de que unos humanos son más que otros, que la ley y la justicia es para pocos y que los derechos son el privilegio de quienes pueden comprarlos en el mercado abierto de especias.
El mapa indígena nacional es más complejo de lo que muestran los periódicos y noticieros comerciales y oficiales, que siguen la misma matriz del capital y sus financistas, que a toda gota de sufrimiento y sangre le sacan valor agregado. La capacidad de resistencia de los 100 pueblos indígenas no cabe en la lógica del poder hegemónico, que se niega a comprender que los indígenas existen, que son enteramente humanos, tienen ideas, están dispuestos a hacer la revolución que aún no han hecho, poseen autoridades y gobierno propio, son constitucionalmente reconocidos en un país diverso, multicultural y de pluralismo jurídico. Los indígenas sin ser más dan lecciones de ética, ecología y política, y superan de lejos los modos tradicionales de acción del poder participativo y democrático. Cuando hacen la minga, lo primero son sus pueblos y la solidaridad, y lo que conduce la movilización es la idea del bien común, no del beneficio particular.
Los indígenas controlan los caminos, las veredas, las trochas, se conectan con el mundo de otra manera, con otra cosmovisión y sus luchas de estos días han trazado una nueva situación geopolítica en sus territorios, en los que combinan sus memorias con tiempos remotos y presentes y esperan un futuro en el que la naturaleza, la cultura y la defensa de la vida no estén separadas si no juntas, como remedio para aplacar los males que producen la violencia, la muerte y la tragedia.
Los indígenas han puesto al descubierto desde hace 25 días que el fracaso del Estado de derecho está presente y que entraron en rebelión en el suroccidente del país, provocada por décadas de olvido y de incumplimiento a decenas de pactos y acuerdos firmados, pero enseguida traicionados. Los acuerdos han sido por elementales asuntos para cualquier democracia, como respeto a la vida, el territorio, la paz y la cultura propia. Pero el gobierno reiteradamente se niega a entender que los indígenas no están en campos de ocupación tomados a la fuerza, sino que esos territorios son los que legítimamente les quedaron después del despojo masivo y allí han luchado y ganado sus derechos. Eso es lo que los medios ocultan para impedir que el país sepa lo que quiere decir esta rebelión. Para ellos pesa el afán mediático de distorsionarlo todo, de buscar con lupa hasta encontrar la cauchera, el palo o el azadón convertido en herramienta de lucha desarmada para presentarla como un arma mortal. Al fin y al cabo para los medios, los indios no contratan publicidad, ni son rentables y cuando le hablan duro al gobierno exigiendo lo que les pertenece como el derecho patrimonial y colectivo que tampoco se enseña en las facultades de derecho, ellos creen que son irrespetuosos.
Los indígenas están sitiados, pero también han sitiado y el bloqueo es más político que material, las piedras de las carreteras cortadas tendrán que ser levantados con nuevos acuerdos, no con tanques de guerra, ni más soldados. Los indígenas son miles y miles, dirigidos por una autoridad de 22 gobernadores, que orientan serenamente a sus pueblos, compuestos por familias que tienen jóvenes, mujeres, niños, que se han dado a la tarea de levantarse para reclamar, lo que resulta elemental en cualquier estado de derecho, que les cumplan los acuerdos. También le están recordando al país, que lo que se pacta se debe cumplir, incluida la paz firmada y embolatada, por cuenta del partido de gobierno ansioso y rabioso, porque se le está yendo de las manos su capacidad de manipulación para mantener la guerra que es su principal activo de su empresa de acumulación económica y sostenimiento de la desigualdad y el autoritarismo que los mantiene con vida política.
Lo que proponen los indígenas no tiene implicaciones militares, pero el gobierno se empeña en dárselas, infiltra sus procesos organizativos, provoca, calienta el ambiente con sobrevuelos, aumenta los agentes del Esmad, amenaza con judicialización a los líderes de la legítima protesta, impide la labor de los congresistas y se empeña en mantener un lenguaje descalificador y de estigmatización, que engendra violencia y en nada favorece el necesario y urgente diálogo. Al recapitular estos días de fracaso del estado de derecho, las cuentas de los días de la minga van en 25, hubo un policía muerto, nombrado y reconocido por el presidente como un héroe y 8 muertos indígenas más, entre ellos un estudiante universitario, de los que no se sabe ni su nombre y que ya hacen parte de la contabilidad de la tragedia olvidada. Las carreteras del sur parecen campos de combate, filas de vehículos detenidos en las carreteras, escasez de alimentos, de gasolina, de medicamentos, y otros efectos colaterales de apoyo a la minga en ciudades, con protestas de estudiantes y saldo trágico de un muerto más y varios jóvenes mutilados en la universidad del valle.
Los indígenas conocen su territorio, saben romper el cerco, moverse con la fuerza de su cosmovisión y su sentido de rebelión desarmada. No usan ni comparten el uso de las armas, de nadie, así lo dicen sus códigos y así lo demuestran. Se aferran al piso, a la madre tierra y salen a la minga, que es toda una celebración de la solidaridad y de la vida. Hacen cualquier trabajo necesario para mantenerse, cocinan, bailan, cantan, están presentes en cuerpo y espíritu. Así son y así deben ser conocidos y reconocidos. No quieren derrotar a nadie, ni salir derrotados porque no juegan a la guerra. Tienen una cámara de cartón a la que llaman Nadie televisión, que tiene un valor ritual, cultural y propagandístico que promueve un nuevo conocimiento de lo que es la selva, la vida y el hacer político indígena y que resume el desprecio y el olvido con el que han sido, son y seguramente seguirán siendo tratados por el gobierno, este y los anteriores.
La minga como ha sido tradición, según su propia descripción es caminar la palabra, reunirse para festejar, compartir y entrar en disposición de reivindicar sus derechos y hacer acuerdos basados en la palabra que se respeta porque es fruto del hablar verdadero y de reconocer al otro por lo que dice, que debe valer más que el documento que se escribe. Caminar la palabra es también convivir en reunión para “romper el miedo, el terror, el silencio y la desesperanza”. La minga transforma la vida en presente y articula lo que son, quieren y defienden los mingueros. El sur existe, allí hay otra realidad, que no se transforma con fusiles, ni se derrota con glifosato, ni con declaraciones de prensa de esas que solo demuestran el fracaso que extiende las llamas de un país a punto de incendiarse del todo otra vez, por causa de los acuerdos y los pactos incumplidos y garantías negadas para resolver grandes problemas que exigen también grandes y definitivas soluciones grandes, no la promesa de otro nuevo pacto escrito para incumplir.