Muchos nos emocionamos cuando empezó a rodar, ¡después de carnavales!, un anuncio de letras rojas en el que se anunciaba una “Feria del libro de Barranquilla”, auspiciada por el Banco de la República y el legendario Fondo de Cultura Económica. Vaya sorpresa saber que justo después de la muerte de Joselito no fallecía del todo la vida cultural de esta ciudad. El anuncio prometía libros desde dos mil hasta diez mil pesos y descuentos del 70% de este sello editorial, una oferta bastante atractiva. Además, proponía como sede la Biblioteca Banco de la República, ¿había allí una y nunca lo supimos? Qué sorpresa… La feria se anunciaba del 13 al 18 de marzo, pero sólo hasta el miércoles 15 pude evadir el trabajo y llegar hasta ella.
La primera sorpresa que me llevé fue escuchar a la entrada que únicamente se dejarían ingresar grupos de veinte personas. Es decir, esa era la máxima proyección de asistencia que a dicha feria se le ocurrió manejar, la hiperbólica suma de veinte individuos. Si entraba esa cantidad antes de mí, ¿tendría que esperar a pleno sol, sin un arbolito, el tiempo necesario para que me permitieran ingresar? Qué desdicha. Cuando logré cruzar la puerta, debí abrir y mostrar mi bolso como presunta sospechosa de robo, al fin y al cabo, es un banco. Entro a la sala llena de expectativa, imaginaba montañas de libros para ser olidos, deseados, seleccionados, comprados, etc. Lo que veo es una mesa, literalmente una mesa, con libros apretujados que difícilmente podían ser consultados por el público, hombro con hombro, que rodeaba el objeto de cuatro patas.
Superé la indignación, ya estaba allí, algún provecho debía sacar. Con dificultad empecé a ojear el material, la tristeza se fue apoderando de mí cuando miré los precios, tan convencionales, tan poco clementes con el salario mínimo colombiano. La mesa se fue despejando rápidamente, las personas se iban balbuceando su inconformidad. Seleccioné algunos textos para no sentir que había perdido por completo mi tiempo. Al pagar, me dicen que no debo quejarme por los precios, que era toda una ganga, sólo sonrío, ya no puedo con el desaliento. Todo empeora, ¿era posible?, cuando el vendedor me dice: “El viernes nos llega una buena tanda de material”. ¿Es en serio? ¿Lo mejorcito va a llegar justo el día en que se acaba “la mesa del libro”? Quiero correr, salir rápido de aquel lugar patético.
A la salida veo un grupo de chicas con uniforme de colegio, llegan sedientas, directo al dispensador de agua, ¿desde dónde habrán llegado caminando a pleno sol? ¿Cómo van a comprar libros de treinta o cuarenta mil pesos? Qué decepcionante, ni siquiera había una sala de lectura para ellas, nadie que les hiciera una actividad de lectura, cualquier dinámica que promoviera aún más su incipiente interés por las letras. Habían llegado como yo a la mesa del libro, por publicidad engañosa, como moscas atrapadas por un manjar que, al final, nos sería negado. Me pregunto si en otra ciudad (Bogotá, Medellín, Cali) se atreverán a prometer una feria del libro, pero sólo a entregar una mesa del libro. ¿En qué concepto se tiene a los lectores de Barranquilla?
Me fui, llegué a mi casa más cansada que de costumbre, ni siquiera he mirado los libros que compré, qué triste recuerdo despertarán siempre en mi biblioteca.