Leydi Johana Úsuga levanta, con mano enguantada, el faldón de su vestido blanco, vaporoso, colmado de azahares. Quiere evitar que el polvo de la calle dibuje una línea marrón en el orillo de su traje de princesa. Sabe que el día de su Primera Comunión ya pasó y que repite traje porque un fotógrafo pasó por el barrio pregonando precios bajos. Al verso del artista respondió la abuela Aleida Cardona apurando la escena: Leydi con corona, cirio, crucifijo, guantes, sandalias blanca y traje de tul; Leydi sonriendo porque el hombre detrás de la cámara le dice con voz de muñeco asesino: aguapanelaolla; Leydi conteniendo la carcajada por saberse lejos de la niña que fue.
La abuela acaricia la fotografía como si pudiera apreciar la sutileza de los hilos y también la besa como si Leydi estuviera viva en ese pedazo de papel. Cuando abre los ojos, seis niños la rodean y la consuelan. José, de seis años, le explica que en el cielo grande y azul están la luna, las estrellas y Leydi: “A ella ya le salieron las alas y va a ser buena enfermera; ella me ponía inyecciones con la jeringa de Barbie y yo me aliviaba”. Camilo, de ocho, afirma que la prima se fue para el cielo volando y no en una nave espacial, y sabe que “sigue siendo bonita todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies; y ganando los campeonatos de play y de bolas”. Mateo, también de ocho, asegura que Leydi, vestida de blanco, baja volando a conversar con él: “Me dice que si no le dejo morir a Troski de hambre o de lo que sea, ella me cuida en el colegio”.
John, de diez, corta la fantasía de los niños cuando informa que “uno se va para el cielo cuando ya está muerto”; y explica que “el alma sale acostada y después, cuando se encuentra con un angelito, se endereza. Pero no resucita”. Laura, de la misma edad de John, recuerda que para el funeral a Leydi la vistieron de jean, camiseta ombliguera y encima camisa de mangas largas, y le cubrieron la cabeza con una gorrita como si fuera a recibir sol. Además relata sus sueños: “Yo estaba jugando en un ascensor que solo tenía el piso. Yo lo ponía a subir y a bajar rápido-rápido. Cuando estaba arriba, alzaba las manos y tocaba el cielo. Y en una subida, Leydi apareció y me dijo que me iba a acompañar toda la vida. Después se esfumó y nunca volví a sentirla. Yo creo que ahí sí se murió”. Y Jeison, de catorce, impone el silencio cuando Aleida lo interroga con los ojos: “Mamita, yo no quiero mirar para atrás”, le dice y se va.
Los niños regresan a sus juegos: chocar bolas de cristal, patear pelotas de plástico, obligar al loro a cantar, enfrentarse en lucha libre en una cancha atiborrada de gente en el barrio Manrique de Medellín.
Aleida deja la foto de Leydi en el altar y la repasa como si compusiera los azahares; se santigua, se besa pulgar e índice dispuestos en cruz y cierra la ventana para que el sol del atardecer no le hiera las pupilas. Vuelve a su altar de abuela huérfana y me dice: “Ahora dígame usted, ¿qué significa una bala perdida?”. Sé que no espera una respuesta porque intuyo que ya tiene la suya: la que se desperdicia porque no da en el blanco, la que excusa al asesino que erró el tiro, la que libera a los dolientes de la culpa, la que mató a Leydi Johana Úsuga el 12 de febrero del 2006 en el barrio La Francia, la que convierte a los inocentes en angelitos.