'Flores de cerezo': Ante la muerte del ser querido solo queda reconfigurar la vida

'Flores de cerezo': Ante la muerte del ser querido solo queda reconfigurar la vida

Aunque el filme de Doris Dörrie no tiene afán de entretener, sino de servirle a la humanidad, lo hace con frescura, espontaneidad y carácter. Ensayo

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
enero 18, 2023
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'Flores de cerezo': Ante la muerte del ser querido solo queda reconfigurar la vida

Así como los incendios iluminan una ciudad, las revoluciones iluminan todo el género humano.

¿Y cuál es nuestra revolución? La de la verdad. Desde el punto de vista político no hay más que un principio: la soberanía del hombre sobre sí mismo. Esta soberanía del yo sobre el yo se llama libertad.

—Victor Hugo

Cuando muera, mis amigos quizás escriban en mi tumba: ‘Aquí yace un soñador’ y mis enemigos: ‘Aquí yace un loco’. Pero no habrá nadie que se atreva a estampar esta inscripción: 

‘Aquí yace un cobarde y un traidor a sus ideas’.

—Ricardo Flores Magón

No cedas; no bajes el tono, no trates de hacerlo lógico, no edites tu alma de acuerdo con la moda.

Mejor, sigue sin piedad tus obsesiones más intensas.

—Franz Kakfa

El segundo ciclo sobre Directoras de ayer, hoy y siempre del Cine-Club Al Filo del Tiempo, que se emite desde la bóveda interdisciplinaria de La Fábrica de Sueños, acaba con Kirschblüten (2007) o Flores de cerezo, filme de Doris Dörrie (Hannover, 1955). Obra que recurre a la sensibilidad y no a un eventual afán de morbo, se inscribe dentro del cine social, con una creación nueva a partir de una historia ya sabida: todo ello narrado desde la frescura, la espontaneidad y el carácter propio de cada personaje, sin afán de entretener sino más bien de ser útil a la humanidad. Un drama plurilingüístico sobre la atomización familiar por el sistema, el deseo como acción de libertad, el duelo como dolor y reto para salir de él, la atención que debe prestarse al otro, la opción de recomponer lo simbólico, la dificultad de sustituir a alguien, el amor como unión de dos soledades que se respetan. En fin, una historia verosímil que nos recuerda que ante la muerte del ser querido solo queda reconfigurar la vida.

Sin duda, al resultado contribuye la delicada música basada en piano, clarinete y batería y compuesta para el filme por Klaus Bantzer; la dúctil cámara de Martin Kukula que, a la Welles, juega con la profundidad de campo, los encuadres, las angulaciones y el contraste entre tomas nocturnas y diurnas con igual experticia; el lúcido montaje de Inez Regnier que se ocupa más de la eficacia al hacer cortes, quitar los trozos malos y mostrar, como hace W. Murch, que para elegir dónde ‘no’ cortar, a menudo es necesario más tiempo y más criterio (1). Mención aparte merecen la dirección de actores; la cohesión entre trama, personajes e historia; la solidez de los protagonistas, en medio de tal austeridad, se hace muy ostensible y permite consolidar un filme que no tiene más ambiciones que las artísticas ni menos afanes que los de establecer unos mayores y potenciales vínculos de identificación con el espectador, sin dejar de contar, como la mejor literatura, con su valiosa/necesaria ayuda para así sellarla.

Lo primero que impacta en Flores de cerezo es lo que les dice Trudi a los médicos al enterarse del cáncer de su marido Rudi. Ella quiso ir algún día a Japón por dos razones: ver el Monte Fuji y los cerezos en flor. Con él, con Rudi, porque sin él para ella era inimaginable. Mientras el médico le dice que juntos deberían emprender un viaje, una aventura, hay un fuerte contraste con el rostro de Trudi, sumido en la tristeza, antes de que responda algo que cual bumerán se devolverá contra ella al filo del tiempo: “A mi marido no le gustan las aventuras”. Y añade que es alguien a quien no le gusta que nada cambie. Todos los días toma el tren a las 7:28 a.m. Cuando la profesora de danza les dice a sus alumnas, Trudi entre ellas, que quiere ver esas sonrisas, no puede uno más que solidarizarse con Trudi y su lamento, desde que sabe del mal terminal de Rudi. Llegan adonde Klaus y Emma y sus dos hijos: Robert y Celine. Al preguntar ésta cuánto se quedarán los abuelos, Karolin, responde como al garete.

Como quien juega, pero no sabe en qué clase de juego se metió: “Por siempre”. Lo cual, sumado a lo ya dicho por Trudi respecto a su marido sobre las aventuras, en el curso del tiempo será un hecho comprobable sin refutación posible, pero no por acierto sino por error. A Trudi le pasa algo muy usual entre los padres: no reconoce a sus hijos de adultos, solo caben en su cabeza como niños. Rudi piensa que lo único importante es que están sanos: lo que, sin decirlo, quizás apunta a que él está enfermo y de ahí la preocupación por el otro, el afán de que no vayan a pasar por lo mismo. Se cogen de la mano; luego, amanece. Su hija Karolin y su novia Franzi hablan sobre Rudi y Trudi: cuánto tiempo estarán, si compran boletos para un musical, cómo cambian las personas. Se preguntan cómo serán ellas de llegar a viejas: ¡No envejeceremos nunca!, dice sin ambages su hija Karolin, ignorándolo. Luego de comer tartas, Rudi y Trudi van al tren. La intolerancia de Karolin con ellos deviene llanto. 

Franzi la reconforta frente a su desacierto. Tienen líos con el boleto del Metro. Luego, como Rudi hace todo lo que Trudi diga, irán al Mar Báltico. Dentro de esas escenas tan de la urbe, una viejita hurga en las basuras. Porque eso también ocurre en Berlín. Van en grupo a ver Butoh, expresión artística a medio camino entre música, movimiento y filosofía. Ya en el Báltico, Rudi le dice a Trudi que le gustaría ver sus cenizas esparcidas por el mar: como si supiera quién morirá primero. Rudi piensa a veces en el tiempo que le queda junto a Trudi. Ella a su vez le pregunta qué le gustaría hacer, una vez sepan que no les queda mucho de ese factor que es la orilla, por la que nosotros pasamos y él da la impresión de correr. Rudi se burla de una frase para él, tonta: ‘Vive cada día como si fuera el último’ pues en la mañana iría, como siempre hace, al trabajo y en la tarde estaría con Trudi. Lo que bien visto, por contraste, equivale al Carpe Diem o aprovecha el día, al menos como si fuera el penúltimo… 

‘¡A quién se le ocurre bailar en medio de la noche!’, exclama antes de reconocer, callado, que lo que decida Trudi es lo que se hace: entonces, bailan. Para él, ella será siempre una cabra loca: ni siquiera le confiere lucidez a la armonía móvil del animal. De pronto, ella tiene un requiebro, el que no percibe Rudi. Amanece y ya están en el mar: vestidos, caminan por la playa. Ellos piensan que sus hijos son mejores que la mayoría, idea que comparten todos los demás padres. En todo caso, concluyen, son afortunados. Sus sombras se reflejan en la arena, como quien avizora lo que hay detrás de la danza Butoh. Trudi se ve a sí misma en tanto actriz y protagonista de su propia danza, mientras una va y la otra viene del baño, con la cara teñida de blanco. Turbulencia de las olas del mar. Amanecer. ‘El mar está limpio y brillante como un espejo’, se alegra Rudi, instantes antes de toparse con la muerte. Con la de su inseparable Trudi: ¡Fuera de las sábanas! Hay que ponerse en marcha: algo, ya imposible. 

Imposible y nefasto. Imposible que no obstante lo pondrá en marcha hacia lo posible como forma de restaurar lo perdido: algo, ya irremediable. Así que cuando la llama ‘remolona’ se percata de su partida, de su inexistencia, de que no respira. La cámara guarda prudente distancia. Rudi llama a Trudi, quien no responde porque no está y porque ya no respira. Y él, sin aliento, aunque paradójicamente esté con vida. En una imagen: es la aparente tranquilidad de la impotencia ante la adversidad, ante la suprema expresión de la adversidad y de la impotencia: la muerte. Por contraste, saludable contraste, en adelante a Rudi no le queda sino la vida como opción de/para recomponer el universo simbólico (2). Rudi se retira con respeto, con cuidado, para luego, voz en off, lanzar a los cuatro vientos su desgarrador grito por la muerte de Trudi, lo que sorprende a la mujer de la limpieza del hotel donde se hospedan. Rudi está frente al mar: símbolo de lo infinito e insondable, de lo eterno e inconmensurable.

Solo se escucha el graznido de las gaviotas y la delicadeza de un piano. Su hija Karolin le avisa que Karl acaba de llegar de Tokio. ‘¡Qué tranquilo está el mar!’, solo atina a decir. Frente al féretro, en PP, todos de negro, símbolo (maniqueo) del duelo, del dolor, de la muerte: ¿por qué no es, no puede serlo, el blanco? Ah, ya, porque así se ha hecho la Historia: todo lo negro es, en tanto sea posible de manipular, negativo; lo blanco, sin manipulación posible, positivo (3). Karl no soporta que su madre esté ahí, en ese cajón: ‘Hacía tiempo no la veía y ya no la veré más’, suelta en medio del drama. Tenía que haber venido a verla o haberla llevado a Tokio alguna vez. Siente que jamás hizo algo por Trudi. La muerte trae bajo el brazo el cese de funciones, para los que se quedan y no para los que se van, lo que igual pasa con el dolor por dicha muerte. Por fortuna para la familia, el dolor se mitiga con un almuerzo/tributo a la memoria de una madre que siempre estuvo ahí, una tan llena de vida.

La suya la sacrificó por su familia y, en especial, por Rudi: “Si hubiera sabido que se iría tan de repente habría sido más amable con ella”. O sea, así sea tarde ve relevante preocuparse por u ocuparse del otro, prestar atención a su deseo en tanto acto de libertad, sentir el amor como dos soledades que se respetan. ¿Qué hará Rudi ahora? Tendrá que acostumbrarse, ‘no se preocupen más por mí’, frente a lo ineluctable de la muerte, a lo inexorable de la partida física del ser querido. Sus lágrimas no tardan, como para ayudar a fundir el impacto del desierto existencial que se le vino encima. Más sobre él que sobre sus hijos. Rudi vuelve a casa, mientras el pato de la comarca pasea por ahí. El gato que pasa, también, frente a unas flores, me cruzó la testa cual si se tratara de un viejo conocido. Para él, un pequeño homenaje por vía de María del Rosario y su imagen en que abraza a un conejo y que, en retrospectiva, parece prefigurar otra: la de quien presiente la partida del hermoso felino llamado Joaquín…

Al entrar Rudi a casa y mirar para acá y para allá, sugiere preguntar al tiempo: ¿Qué hago yo aquí? O y ahora, ¿quién podrá ayudarme? Sin el tinte cursi del pastiche mexicano televicioso, con el sentido más puro del drama metafísico que ahora carga sobre sus hombros. En el que se une la imposibilidad de sustituir al otro con la necesidad de reaprender la soledad; la danza Butoh como vía de creatividad y de conectarse al mundo con el imperativo de reactivar la conciencia de ser, de cara a la desaparición del único e insustituible Otro. Ya no está quien le ayudaba a quitar el abrigo, poner el pulóver, sacarse los zapatos y descansar en pantuflas, objetos todos a los que en plano subjetivo registra la cámara cual si fuera Rudi mismo revisando su memoria afectiva, entre la selectividad de la lucidez y el extravío del caos, por la pérdida de su ser más querido. El zumbido del moscardón junta a su mirada en lontananza, refuerzan la idea de la conmoción interna que esboza el prólogo de la tragedia que lo habitará.

Sí, que lo habitará en adelante y que, contra lo previsto, lo llevará a desarrollar mecanismos y herramientas para hacerle frente a una desolación sin visos de apariencia material: apenas, metafísica/existencial. El optimismo de las tomas de campo, con sus vivos colores, y lo apacible de la vivienda, chocan de forma acre con la soledad de Rudi en su cama y la ausencia de Trudi, hecho resaltado por la angulación del plano. Sus manos entrelazadas sobre un libro dan más la idea del ser reducido por la insatisfacción que compensado por la dicha del saber libresco. Anuncio de una misa por Trudi Angermeier, tañer de las campanas, pésame del cura a la familia y demás protocolo. Franzi le dice a Rudi que ‘quizás había otra mujer dentro de ella que solo yo vi’, como summa de aquella mujer que siempre quiso ser bailarina, amaba la danza Butoh, le habría encantado ir a Japón y aprender allí a bailar. Las cosas no salieron así y pese a todo fue feliz; mientras surgen diversas imágenes japonesas, Rudi está en la mesa. 

Frente al grabado del Monte Fuji en rojo, de Hokusai, con el cielo azul entre nubes blancas, aparece la figura beatífica del gato que en adelante solo puede llamarse Joaquín: una forma de esculpirlo en el tiempo, que desde ya comparto con mi adorada Marthica, Santiago, María del Rosario, Gonzalo y demás cinéfilas del Cine-Club Al Filo del Tiempo. En las manos de Rudi, del citado Hokusai el libro ‘Cien vistas del monte Fuji’, del cual hace parte el cuadro ubicado frente a la mesa de Rudi y cuyo título completo es ‘Viento del Sur, Cielo despejado (Fuji Rojo)’, a su vez tomado del libro ’36 vistas del Monte Fuji’, compuesto por igual número de xilografías y realizado entre 1826 y 1833 por Hokusai Katsushika (1760-1849), el artista japonés más reconocido dentro y fuera de Japón. Aprendió de todas las escuelas, pero jamás se sometió a ninguna. Trabajó hasta el último día, sobre todo en la técnica de grabado Ukiyo-e, arte que satisfacía las necesidades culturales de un grupo social en concreto.               

El grupo de los chōnin, clases medias urbanas de comerciantes y artesanos ricos, que en el periodo Edo (1615-1868) no tenían prestigio en una sociedad liderada por la casta samurai. La voz Ukiyo-e se compone de tres ideogramas que aluden a las voces ‘flotante’, ‘mundo’ y ‘pintura’ y que, literalmente, significan ‘pintura o grabado del mundo efímero’, lo que por coincidencia remite al filme y a la idea que se tiene de los cerezos y sus flores como la expresión más bella de lo efímero, según explica alguien a Rudi: un día aparecen y al otro ya no… aunque siempre están. Picado. Rudi acostado junto al vestido que Trudi tenía cuando bailaron y luego ella murió. ‘¿Dónde estás?’ No halla respuesta. Decide ir a Japón donde su hijo Karl. Se encuentran, suben al apto., pero antes dejan sus zapatos. ‘Tienes que quitártelos’, le recuerda el hijo y le ofrece sus pantuflas, así Rudi tenga las suyas. El espacio no es muy grande, anota Rudi al asomarse a la ventana quizás por inconsciente claustrofobia.    

Las imágenes del espacio abigarrado van más allá de lo evidente: parecen asfixiar. Rudi le entrega objetos y alimentos a Karl y este los dispositivos electrónicos de rigor: volverá a las 18 h. Business are Business and Work is Work, como en cualquier otro reducto del Sistema, de la economía de mercado. Por una postal enviada a Karl, unos versos desarman a Rudi. Se asoma al balcón y ve pasar el Metro elevado de Tokio. Se recuesta en la ventana, como quien se pone a salvo de un eventual ataque armado de no se sabe qué fuerzas urbanas. Luces de neón de una de las ciudades del mundo con mayor número de habitantes por km² y la primera respecto a suicidio juvenil. Rudi y Karl en un restaurante. El hijo se disculpa por no poder atenderlo como quisiera y el padre porque no quiere causar molestias. Karl le reclama por no haberlo visitado nunca con Trudi: Rudi responde que fueron posponiéndolo. Le quitó a Trudi lo clave para ella, quisiera repararlo, pero ve que ya es tarde e inútil. Al menos, en apariencia.

Contra esta, van los actos de Rudi. Como cuando alista vestidos y adornos de Trudi para la posterior aventura de aquél que no es amante de las aventuras: las palabras son boomerangs que hay que aprender a usar, para que un día no ataquen por sorpresa y hieran o maten al que menos se lo espera. Karl da unos yenes a su padre, le dice que permanezca donde lo dejó y que ya vendrá. Rudi, para empezar, pide una cerveza. Luego, ya entrado en gastos, se pasa al whiski; más tarde, va a la calle. Un guía lo invita a un sitio porno. Sale, va por masajes, unos que puedan ayudarlo a terminar lo iniciado: recibe el auxilio de dos mozuelas que lo bañan con esmero. El efecto se desvanece cuando una toca su argolla de oro y él se siente un patán de bronce al registrar en su memoria el inexorable recuerdo de Trudi. Del éxtasis a la crisis nerviosa en segundos. Luego, Karl lo ve tirado a la entrada del edificio bajo el imperio de la resaca. Recriminaciones van y vienen, en medio de la extrañeza del padre por unos nombres.

Un cartel al cuello lo obliga a estar en el apto. Rudi ve TV, hasta que se topa con una danzarina Butoh como quien se topa con su danzarina esposa. Va al clóset y revisa la ropa de ella. Se mira al espejo, como enajenado de sí mismo, lo que se nota al verlo con el suéter y el collar de su esposa. Vuelve Karl, lo saluda, le pregunta por el día, si ha salido: Rudi dice no. No entiende dónde está Trudi ni su cuerpo. ‘Su recuerdo lo llevo aquí dentro, pero cuando me vaya, ¿dónde estará ella?’, pregunta en su afán de unir la abstracción de su ausencia con la imposibilidad de su presencia. La vieja sentencia reaparece: antes estabas, ahora no estás. Un no estás definitivo. Lo que no significa, sea entendido a cabalidad por los seres humanos. Los que jamás podrán asumir la idea de la muerte como hecho fáctico: los que quedan son los únicos que sabrán de ella. Al reconocer Karl que él también echa de menos a su madre, Rudi le advierte no sin cierto humor negro que no le vaya salir con eso de que ‘la vida sigue’. 

Multitud en el parque. Un hombre le explica a Rudi que la flor del cerezo es el símbolo más bello que hay de lo efímero: se abre una noche, permanece unos días, vuelve a desaparecer una noche. No puede detenerse. Luego de la bebeta, Rudi entra al apto. de Karl detrás suyo: ‘Es la primera vez en la vida que me metes en la cama’, le recuerda con gracia. Rudi no sabe cómo se emborrachó de tal manera. Karl lo fustiga por querer siempre centrar la atención; por no conocer a Trudi en absoluto ni saber quién era; al final, le dice ‘¡estúpido!’. No en vano se sostiene que los hijos se transforman en padres de sus padres. Amanece. Rudi alista unos sánduches para Karl y viene lo de la manzana: ‘Una al día, siempre será motivo de alegría’. A la oficina. Rudi asea, limpia todo, recoge la basura del desastre y a la calle. En el parque, absorto, mira los cerezos en flor y al exhibir el camuflado suéter de Trudi, la llama y le recuerda que lo que hace es por y para ella. Karl vuelve, halla a oscuras a Rudi, lo reprende.

Pero, Rudi no se aburre, recuerda mucho a Trudi y le muestra a Tokio. Estupefacto, Karl invita a salir al padre, que le pregunta cuánto tarda ir al Monte Fuji: ‘Más de dos horas’. Rudi en el parque, cerezos en flor, una chica con teléfono en mano danza Butoh. Anochece. Regresa al apto. Se ubica en la parte externa. Al llegar Karl, no lo ve, y le suelta a Tommy un rollo contra Rudi: lo enloquece, no hace nada en todo el día; qué hacer con él. Han visto la ciudad de cabo a rabo, pero no tiene tiempo para estar con él a toda hora. En medio del desconcierto por la actitud de Karl, Rudi tiene el coraje suficiente para pedirle el favor de que pueda quedarse unos días más. No es fácil ver un abrazo más frío que el que se dan. Rudi vuelve al parque y ve de nuevo a la chica del teléfono rosa. ‘Butoh es danza/sombra’, ella no sabe quién es su sombra: le pregunta, por las dudas, pero no obtiene respuesta. Además, se aclara, las sombras son las de ellas mismas, no las de cualquier persona. Todos pueden bailar.

Todo mundo puede bailar Butoh porque todo mundo tiene sombra. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos los vivos y todos los muertos a la vez. Ella baila con muertos. ¿Quién ha muerto?, pregunta Rudi. Mi madre, recuerda Yu, le gustaba el teléfono rosa, siempre al habla, con la familia: lo mismo que hacía Trudi. Yu lo conduce a ir al pasado, dejarse llevar por el viento, mirar las flores del cerezo. Y ahora, muy despacio, cogerlas: ‘Coges muchas sombras dentro de ti. Y ahora se van, se van. Hay que cogerlas y sentirlas; luego, quitarse el abrigo y bailar’. ‘¡No!’, dice Rudi, pero esa negativa no significa resistirse a bailar sino motivo para aclarar que no es su ropa, sino la de Trudi. Su travestismo es un acto de amor, no una forma de exhibirse. Hecho que confirma lo que es el filme: indagación sobre la sensibilidad, no prurito morboso. Como puede verse/sentirse en cada personaje, para empezar con Trudi y Rudi y siguiendo con sus hijos y su propia circunstancia. En ellos no hay impostura alguna...

Además, son como los dedos de la mano: ninguno se parece al otro y todos tocan de distinto modo. Cada cual asume su rol con ética por honestidad y sin afán de parecer carismático: apenas, siéndolo. Rudi compra una col, de cara a su experimento de sanación con la danza Butoh, con Yu y, obvio, con Trudi, a quien en cada acto rinde tributo, pero no para desandar lo andado sino para resarcir un eventual daño. Prepara la col, ‘receta original de mamá’, y la comparte con Karl, a quien sus hermanos llaman ‘el borrachín’. Él, muy sentimental, por lo mismo, es atacado por el llanto y echa mucho de menos a mamá. Vino tan lejos de casa para no meterse con ella, justo donde siempre quiso ir y jamás vio. Rudi se extraña porque no ha pillado una sola mosca. Se encuentra con Yu y ambos realizan la danza de las coles. Las dos del portacomidas significan para ella, ‘siempre juntos’. Una postura idealista propia (no solo) de la juventud, frente a las relaciones, al amor. Rudi acepta el cumplido de Yu sobre las coles.

Del decir al hacer: Yu y Rudi son ahora ‘dos coles enrolladas’. Van al Metro, que más parece un Transmilenio, y lo despide. Rudi barre con su escoba japonesita, la que armoniza con el tamaño del espacio, e improvisa una danza. De repente, cae, toma una pastilla, ve el grabado de Hokusai sobre el Fuji y arranca hacia allá con Yu. Lo espera, le reclama por ser impuntual, es su tiempo. Rudi intenta decir algo, pero no puede. Montan en una bici acuática, cerezos en flor por doquier, Rudi le muestra fotos de su casa en Baviera y le recuerda que allí en invierno hay mucha nieve. Igual que en Japón, claro. Le pregunta dónde vive y Yu le muestra una carpa. Rudi recuerda que Trudi vivía como un leopardo en una jaula. La madre de Yu, vivía como un pato, arriba y abajo, alegre y triste, y saluda a uno de ellos como si fuera su madre. Rudi sostiene el espejo mientras Yu pinta su cara e inician una nueva danza, solo que esta vez el cuerno rosa lo carga Rudi, todo él envuelto por el cable. Yu va con Rudi al Metro. 

Como la madre de Yu, pero con otro ánimo, sube y luego baja, para seguirla y saber en dónde vive. Llega al parque y, en efecto, ahí está la carpa. Yu también tiene su escoba japonesita, con la que barre su ‘vivienda’. Rudi, demudado, observa. De pronto, ya está en el apto. Discute con su hijo, que le reclama ‘espacio’, ya que trabaja mucho y blablablá. Todo porque Yu se ducha en el baño y Karl le dice que en Japón nadie tiene por qué vivir en la calle y que si eso pasa es porque, simple, ella lo eligió. ‘Eso, nadie lo elige’, rectifica Rudi. Se despide de su hijo y se va. Llega adonde Yu, ella se asoma y lo ve dormitando. Le da la mano y él el sombrero. Abre la maleta y le dice que Trudi quiere ir de viaje: al Monte Fuji. ‘¿Vienes con ella?’ Su sonrisa plena la delata. Entrecierra los ojos. ‘Y ¿qué pasa si no se puede ver al Sr. Fuji?’, pregunta Yu. ‘¿Acaso el Monte Fuji es un señor?’, le lleva la cuerda Rudi. Yu dice sí, es un señor muy tímido y ahora mucha nube lo oculta, quizás porque no quiere que lo vean. 

Aun así, cogen hacia allá. En la ruta, una mujer les indica cómo llegar. Arriban a un hotel. ‘Aquí no hay cama’, dice Rudi y Yu le contesta al abrir un clóset lleno de colchones y demás: ‘¡Buena cama!’ Ahora, fotos de Mr. Fuji. Yu viste a Rudi. Dos intentos por ver al Fuji y nada. Duermen. Tercer intento y… Cuarto intento y Rudi reprueba. A dormir, de nuevo. Rudi despierta, por fuertes dolores. Yu lo atiende y le impide levantarse. En medio de la tensión, sonríe y le seca el sudor. Al pararse de nuevo, ve por fin a Mr. Fuji. Se pinta la cara, ahora sí travestido con el ropaje de Trudi, el mismo que tenía aquella noche que bailaron y ella murió. Sale del hotel, el sol asoma y él/ella trepa la ladera. Está frente al lago, con el Fuji de fondo. El Sr. Fuji no está de rojo, sino que tiene los colores de paz y reposo/equilibrio: blanco y azul. Rudi ejecuta la que será su última Butoh o el intento de fundirse con Trudi. Sus acciones son tan lentas como lo son las propias para coger las flores de cerezo, según aprendió de Yu. 

Sus ojos, sin cansarse, otean el horizonte y buscan a Trudi. Sus manos parecen entrecruzarse y ya está ella ahí. Bailan y celebran la vida desde la muerte. Bailan y condenan la muerte desde la vida. Con Flores de cerezo queda claro cuán poco se requiere para producir emoción a través del arte, cuando de por medio hay qué y cómo decirlo (porque aquí forma y contenido son indesligables), hay talento y, sobre todo, sensibilidad e inteligencia. Todo ello dispuesto por quien cree, como W. Wenders, que el arte no es mera entretención, sino que debe ser útil a la Humanidad. Como aquí lo hace Doris Dörrie, una mujer, no sobra recordarlo, para mostrar las luces y las sombras de los seres humanos, su vida y muerte en simultánea, su conciencia de ser y el siempre sorpresivo corte de la existencia: aquel al que llaman muerte, pero que no es antónimo de vida sino su más entrañable complemento. Así ‘entrañable’ tenga aquí una connotación negativa pero que, por lo mismo, nos pone en la ruta de la comprensión. 

A la vez de aceptación y sosiego, tranquilidad y paz, aun en medio del más angustioso desasosiego. Después de toda tempestad, como sinónimo de muerte, siempre vendrá la calma, como sucedáneo de vida. Ahora, por fin, Rudi y Trudi, gracias a la fusión de música e imagen, arte y poesía, movimiento y expresión, son inseparables gracias a un acto de creación basado en una historia archisabida que desde hace siglos hombres y mujeres han contado. La cámara sube y enfoca al Fuji y luego Rudi, solo él, aparece tirado, exánime, a orillas del lago. Aun entre la tristeza y la nostalgia implícitas, la limpieza de la imagen, lo prístino de su sentido, son representación de un bálsamo vital: el que permite al espectador ir de vuelta a ese sucedáneo perfecto de la sabiduría que es la alegría. Yu llega al hotel y pregunta con insistencia por Rudi, baja y ya exasperada grita su nombre. Sale, lo busca y al no hallarlo... Por detrás, se ve a quien parece ser él, pero no, es Yu con el aviso que Karl le colgó a Rudi. 

Yu se ha fundido con él, desde la metáfora de comunión, la cofradía de complicidad. Ahora, entre lágrimas, espera con genuina esperanza que Rudi reaparezca. En fin, ahora ve el libro animado de la bailarina Butoh, el libro de Hokusai y, dentro de este, una fuerte suma de euros destinada a ella, a Yu. ‘Para ti, Yu, de Rudi’, lo cual, no sobra decirlo, la emociona hasta el (más discreto) paroxismo. Cerca a su féretro aparece Karl y afuera el resto de familia. Rudi ya no está, se ha ido, decidió quedarse del todo con Trudi. Así, al mismo tiempo, las temerarias palabras de Karolin, en tanto que ambos se quedarán ‘por siempre’ han derivado en acción pura, para recordar de paso que el ser humano es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice, que la lengua seguirá siendo el azote de esa parte del cuerpo a la que de forma sencilla se le llama culo: el que tanto sirve para sentarse y pensar muy bien antes de abrir la boca para soltar cualquier tontería cuando en paralelo se tiene la opción de mejorar el silencio.

Ante todo, ese silencio tan molesto que es el de la muerte, el mismo que si se mejora pasa a ser elocuencia grata de la vida. Karl sale con la foto de Rudi. Lo sigue Yu con los restos simbólicos de su gran amigo y filántropo. El que sacó los ahorros del banco no con fines innobles, como se especuló, sino que tuvo el tino y la ética para dejarlos a quien los merecía. Sí, porque Yu fue tan solidaria y honesta con su amigo, como ahora él callado, sin alardes, desde la muerte, deja la impronta de la única clase de caridad que debe existir: la que no se publicita. El resto es vanidad, exhibicionismo, ‘filántropos’ de la OMS, Blackrock, Syngenta (4) (con sus agrotóxicos que envenenan por la comida al mundo), Bayer (ex Monsanto) y demás milmillonarios que hoy tienen al planeta al borde de la catástrofe humanitaria, pero que a la par viven propagando anuncios de su ‘caridad’ publicitada y genocida. Contra ellos, se levanta, en silencio, como corresponde, el arte de un filme alemán que rinde culto al Japón.

Más allá, a sus hombres y mujeres, al arte de Hokusai y ya desde el plano diegético, interno, a Yu, joven exponente de la danza Butoh que puso su cantera expresiva al servicio del viejo espontáneo/carismático Rudi, para que de sus terribles penas pudiera pasar a la alegría tras decidir morir y fundirse en una sola persona con su partenaire única e irremplazable, Trudi. Así, con reducidos elementos, la danza, el arte de Hokusai, y sus recuerdos gratos e ingratos, Rudi y Trudi y viceversa han dado origen, desde lo imposible, a una creación basada en una historia ya conocida desde antaño. Karl agradece a Yu todo lo hecho por su padre. Ella, en su sabiduría, le rechaza el piropo ya que no ha hecho nada: ahora, Rudi es feliz. Y saca el librito de recetas para mostrarle con fruición el par de coles, receta materna, que representa a Rudi y a Trudi. Karl asiente, eso sí, no sin dejar de oscilar entre escéptico y crédulo. Para terminar, se repite la escena: el cura da su sentido pésame por la (voluntaria) partida de Rudi.

Karolin, la temeraria hija, señala que en unos meses han quedado huérfanos, para Karl es un sueño y a Franzi le resulta increíble estar allí. Klaus se sorprende con las historias que ‘el borrachín’ les cuenta. Una mosca, el insecto que Rudi nunca vio, sobre la mesa: quizás, metáfora de la parca. La que va y viene por ahí sin preguntar, la que a unos atemoriza y a muchos repugna y aplasta, pero que a muy pocos convence o cautiva, salvo a los que disponen a su antojo de las vidas de los demás (a los que hay que parar, juzgar y condenar), con la anuencia de los medios masivos y el silencio cómplice, que tanto alimenta la impunidad, de esa mayoría obediente/ovejuna/borreguil. Aunque, eso sí, con el rechazo sin titubeos de una minoría bien informada y que lleva la posta de la disidencia, la ética, la crítica fundamentada, el amor sin reparo por la Humanidad. ‘No pudo superar la muerte de mamá; sorprendente: en un hotel, con una joven; vestido de mamá: ¡tremendo!’, dice Karolin sin rubor en su cara.

No obstante, ‘al final fue feliz’, se retracta Karolin. Yu, por su parte, fiel a su ideario, vuelve a lo suyo en el parque: la danza. Baila y, al hacerlo, mira terca a uno de los cuernos rosa, lo que parece recabar por el Rudi ausente y, de paso, por Trudi: al cabo, son dos que son uno que siguen siendo dos. El último plano del filme va en justicia a los cerezos en flor y al Sr. Fuji, esos dos símbolos de una cultura que junto al de la Butoh seguirán permitiendo a los espectadores disfrutar de la receta fílmica de mamá Dörrie. De la que hacen parte ingredientes como duelo, dolor, enfermedad, símbolos por recomponer, ayuda, solidaridad, amor. A la vez, fórmula sensible para acometer lo imposible y hacerlo posible, así el saldo de la hazaña no sea uno sino dos desaparecidos. Bueno, tres, si no somos egoístas ni amnésicos con el inmortal gato sin apellido, en todo caso con un nombre bien puesto: Joaquín. Rudi, ¿soñador o loco? ¡Qué importa! En todo caso, alguien que jamás fue cobarde ni traicionó sus ideales.

Rudi, al final de su ruta, y dado que la muerte no puede representarse porque no existe, deja el espacio vital cuando logra coincidir con la sombra de Trudi desde una subjetividad distinta, para así lograr un final no convencional con ella. Como aprendiz de la danza se evade de su propia ética y cotidianidad. Aunque parte de algo ya existente, logra el efecto de Saramago al novelar a Caín (5): contar una fábula nueva sobre un contenido ya conocido. Así, su decisión letal deviene acto de creación e intento de rectificar el mal hecho a su fiel/leal compañera. La historia del primer antihéroe, del homo faber o fabricador de herramientas, que transforma la materia y forja el arado para labrar y a la vez el martillo con que golpeará a su hermano nómada, que se desplaza como el aire y que no es agricultor sino pastor. El antihéroe es Caín y su hermano Abel, con el que llega a fundirse. Con Caín y su heredad, como hacedores de las primeras urbes, inicia la corrupción y la pérdida del sentido espiritual.

En conclusión, sobre Rudi y sus ideales: es extensible a su alter ego femenino, Trudi, el sujeto de sus desvelos. La persona que más lo alentó en llevar hasta el límite el deseo como pareja de la soberanía sobre sí y a la acción de dicho deseo como suprema expresión de libertad. Al final, Rudi y el dúo Rudi/Trudi son paradigmas del no ceder, del resistir a caprichos o empalagos, a sobornos o chantajes y al cabo hinchas impiadosos de sus más intensas obsesiones. Solo eso es lo que hace a alguien, en tiempos de avaricia, soberbia e impudicia, de vanidad y nihilismo, un auténtico héroe de nuestro tiempo: no como esos que con armas gringas o judías van por pueblos y ciudades sembrando el terror y acabando con todo. A aquella pareja nada la detiene ni la detendrá: ayudada por la filosofía que anima a la danza, fundirán sus sombras para que de ahí emane luz al final del túnel y hacia otras vidas, no solo las suyas, porque dentro de su presupuesto ético solo cabe el ímpetu de ayudar, servir, amar...

A Joaquín Felini (el apellido de todo gato), el mismo que fue inmortalizado por

los cerezos en flor, la danza y la armonía de un filme igualmente imperecedero.

Notas, enlaces y bibliografía

(1) Murch, Walter. En el momento del parpadeo – Un punto de vista sobre el montaje cinematográfico. Editorial Ocho y medio. S. F. PDF, 177 pp.: 28.

(2) https://www.eticaycine.org/las-flores-del-cerezo

(3) Preocupado, Muhammad Ali se pregunta: ‘¿Por qué Dios es blanco?’ y lo responde con humor bien ‘negro’. https://www.youtube.com/watch?v=0k7Ir1bWjyM

(4) https://socompa.info/economia/agrotoxicos-syngenta-hambre-alberto-fernandez/

(5) Sarmago, José. Caín. Alfaguara, Bogotá, 2009, 189 pp.

Ficha técnica

Título original: Kirschblüten. Español: Flores de cerezo. Alemania: 2007. Gén.: Drama. For.: 35 mm; color; 121 min. Guion y Dir.: Doris Dörrie. Mús.: Klaus Bantzer. Fot.: Martin Kukula. Mon.: Inez Regnier. Int.: Rudi (Elmar Wepper); Trudi (Hannelore Elsner); Yu (Aya Irizuki); Karl (M. Brückner); Karolin (Birgit Minichmayr); Franzi (Nadja Uhl); Klaus (Felix Eitner); Emma (F. Daniel); Celine (C. Tanneberger); Robert (R. Döhlert). Prod.: Molly von Fürstenberg / Harald Klüger.

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