Porque uno de los gérmenes de la violencia sociopolítica es nuestra violencia cotidiana, también deberíamos suscribir —pero entre todos nosotros— un gran acuerdo de paz ciudadano.
Además, porque las aparentemente nimias violencias de nuestra cotidianidad, que nos pasan casi desapercibidas cuando caen gota a gota sobre el sedimento de lo que llamamos normalidad, se van acumulando ineluctablemente como trágicas estalagmitas sobre las cuales se erigen las paredes de la caverna que nos aprisiona en un infierno al que nos vamos habituando.
Y no me refiero acá a las violencias del “homicidio por intolerancia” o “las pandillas” o “los jóvenes en riesgo” (esas confusas categorías propias de la eufemística subcultura de nuestro sistema policial y penal, que oscurecen la urgente comprensión de esos fenómenos).
Me refiero al caos causado por un sinnúmero de actos individuales pero sistemáticos, basados en la desconsideración, la indolencia y la ignorancia sobre los intereses y los derechos de los demás.
Pensemos por ejemplo en el conductor que hace sonar su bocina o su sirena ante cualquier nanosegundo de retraso que los conductores que tiene en frente le provoquen… tan solo para llegar rápidamente al siguiente trancón o al próximo semáforo. Es alguien que no tiene en cuenta el efecto del ruido sobre las personas que tienen que soportar miles de esos embates de bocinas y sirenas, durante todo el día, en esa misma esquina, todos los días.
Pensemos ahora en el individuo que arroja tan solo un papelito o tan solo un vasito plástico a la calle, en el campo o en la playa. Como ocurre con el que pita, es alguien que no se da cuenta del ensordecedor o ensuciador, efecto de la suma colectiva de miles y miles de tales comportamientos individuales.
Lo mismo, quien pone por encima de la tranquilidad de los demás la fútil seguridad que le brinda la inconsecuentemente irritante alarma de su carro.
Lo mismo, quien pone por encima de la tranquilidad de los demás la estruendosa soberbia de su equipo de sonido.
Lo mismo, quien se pone por encima de los demás exhibiendo su estúpida viveza al colarse en una fila, o al arremeter en doble carril con su pretensión de eludir una congestión vehicular que obviamente termina empeorando, o al parquear sobre el andén bloqueándole el paso a los peatones.
Lo mismo, quien penetra violentamente, con su voz y con sus ojos, el espacio de privacidad y seguridad personal de la chica a la que le lanza su piropo y su mirada lujuriosa, o quien castiga con violencia a los niños.
Y así sucesivamente. Todos estos comportamientos individualmente agresivos, insensibles e insensatos, y colectivamente muy violentos, son seguramente vistos por sus protagonistas como legítimas expresiones de la cultura de “quién la manda vestirse así” o “toca a rejo porque así es que aprenden” o “el vivo vive del bobo” o “a papaya puesta, papaya partida” o “primero uno, después los demás”, y seguramente responderán —ante cualquier intento de sanción social— con el correlato de “no sea sapo, a usted qué le importa, ábrase”.
Es necesario que hagamos un gran esfuerzo de pedagogía y concientización social, para que nuestros conciudadanos comprendan que en todos esos actos de desconsideración individual, aparentemente normales e intrascendentes, se esconde el embrión de una violencia cotidiana colectiva que - “sin querer queriendo” - termina afectándonos incluso en mucha mayor medida que la violencia socio-política con las que - ahí sí - nos aterrorizan los políticos y la televisión. Y para que por fin comprendamos que una y otra están íntimamente ligadas.
¿Por qué no creamos una “mesa de conversaciones” ciudadana
para identificar las raíces, valorar los impactos y comprometernos con soluciones
frente a esos actos de violencia cotidiana?
Entonces, ¿por qué no creamos una “mesa de conversaciones” ciudadana que nos permita identificar las raíces, valorar los impactos y comprometernos con soluciones frente a esos actos de violencia cotidiana?
Una estrategia bien diseñada de deliberación sostenida ciudadana, podría ayudarnos a detectar las fuentes del estrés que, acumulándose y acumulándose, termina convertido en trágicas riñas o incluso en los sustanciales incrementos en la propensión a la violencia entre personas muy vulnerables que son instrumentalizados por mafias y actores armados. ¿Serán los altísimos niveles de ruido constante? ¿Serán acumulaciones y retroalimentaciones de factores de precariedad alimenticia y agresividad ambiental que repercuten en fallas acumuladas en los mecanismos de regulación del cortisol? ¿Serán los efectos psicológicos de una sociedad con unos índices tan terriblemente aberrantes de desigualdad? ¿Serán nuestros sacrosantos valores? ¿Será nuestra educación? ¿Será el exceso de testosterona que corre en la sangre de nuestra cultura?
De acuerdo: con toda seguridad la respuesta está en una combinación de estos y otros factores; y los matices contextuales de la combinación explosiva propia de cada comunidad serán diferentes y muy relevantes. Por eso, avanzar hacia el reconocimiento de las complejas problemáticas locales de la violencia cotidiana exige la creación de arenas de acción deliberativas y de sistemas de gobernanza con mayor capacidad de aprendizaje social, institucional y organizacional.
Entre todos, podríamos llegar a firmar otra paz, otra paz necesaria, la paz cotidiana.
Publicada originalmente el 6 de junio de 2016