FIMCI: Un festival cruel con Cartagena

FIMCI: Un festival cruel con Cartagena

"El Festival de Música de Cartagena no es un evento inclusivo, y se han excluido de él protagonistas claves del paisaje musical culto cartagenero"

Por: Francisco Lequerica
noviembre 23, 2016
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FIMCI: Un festival cruel con Cartagena

Cartagena es una ciudad cruel, especialmente para los que tienen sus ideales puestos en ella. Digo ideales, y no activos, porque a menudo resultan polos diametralmente opuestos de la misma problemática. Siempre que se argumente aquel prejuicio de que los cartageneros no tenemos emprendimiento, se estará omitiendo el hecho comprobado de que nuestra ciudad perdura desde hace lustros en manos de otros. Ocurre con cada festival, con cada evento, hasta con la firma de la paz: se echa a la población para el sur o hasta la Boquilla, como se hizo en tiempos de Chambacú, para que no estorbe. Si los cartageneros no hemos brillado más, es también porque hay quien no nos deja hacerlo en nuestra propia ciudad; y eso, a su vez, es el resultado de que vengan acá a brillar todos los demás a costa de nuestros esfuerzos y miserias.

 

El Festival de Música de Cartagena no es un evento inclusivo, y se han excluido de él protagonistas claves del paisaje musical culto cartagenero. Los principales ausentes del FIMCI en su primera década de existencia hemos sido los músicos cartageneros y, aunque se han podido observar algunos tímidos intentos de incluir a la comunidad, las tendencias han sido la de acaparar las estructuras organizacionales y la de condescender contundentemente al talento local, así éste último tuviese (como en ciertos casos) la experiencia y la formación técnica de alta calidad que requiere tan prestigioso evento. Tampoco se ha preocupado el Festival por ayudar a formar un público entre cartageneros ni por apoyar los procesos existentes antes de su propia llegada al paisaje musical de Bolívar, y con cuyos impulsores ha tenido todo tipo de conflictos. Pero donde haya capital, existirán mejores posibilidades de cambiar la realidad a su antojo: así, el FIMCI usa Cartagena como escenario de fondo por la reputada fotogenia de su centro amurallado, mas no por convicción ni en beneficio palpable de su población.

 

Resulta difícil comprender que, pudiéndose contar aquí los directores y compositores sinfónicos literalmente con los dedos de una mano (creo que sobrarán dedos), el FIMCI, como parte activa de la vida musical de la ciudad que le ha dado nombre durante una década, se permita desconocer o ignorar sus trayectorias. Tal omisión sólo puede ser producto de una de dos circunstancias: la falta de una investigación sucinta sobre el gremio correspondiente a un festival de semejante envergadura, o bien la tan colombianamente diseminada mala fe, propia – una vez más – de sombríos designios políticos.

 

Los directivos del FIMCI parecen (o aparentan) ignorar las verdaderas condiciones del proceso sinfónico en Cartagena: son pocos los muchachos que se dedican a la música profesional y van navegando difícilmente de orquesta en parranda, de moña en chisga, por entre los inmensos postulados políticos que los encasillan y que por lo general también escogen prudentemente desconocer. No es un secreto que el nivel técnico es inferior al promedio, pero salta a la vista la abundancia de talento, carisma y curiosidad con que se destacan los músicos de esta región. Ya decía el gran Celibidache que la verdadera música no se hace en Viena ni en París sino en regiones subdesarrolladas del planeta donde, fenomenológicamente, la música cobra todo su valor intrínseco.

 

Durante más de diez años, algunas instituciones y maestros de esta ciudad han obrado con modestia y perseverancia en aras del surgimiento de una cultura sinfónica en la Heroica – no la han tenido fácil. En pro de ese proceso y a pesar de muchos conflictos internos, aquí nos hemos dejado la piel muchos músicos. Resulta disparatado y hasta ofensivo, al menos para quienes tanto hemos luchado por la música en Cartagena, que los medios anuncien la fundación de la Orquesta Sinfónica de Cartagena, proyecto amparado por la alcaldía y por el FIMCI, como si no hubiese habido aquí actividad sinfónica alguna previa a la fecha.

 

Los integrantes de la orquesta son los mismos muchachos de siempre, errantes entre los escasos subsidios de transporte que se les proporciona como único pago, y que aprovechan cualquier oportunidad para aprender así se trate de una injusticia. Mientras tanto, el FIMCI pretende acceder a todos los espacios y servicios cartageneros de manera gratuita, imponiendo condiciones a todas las instituciones de la ciudad, y en especial a UNIBAC, única universidad de artes acreditada en el departamento de Bolívar, que lleva años apartada del evento. El Festival no sólo monopoliza a los músicos cartageneros de su designio durante (al menos) dos semanas, sino que secuestra a la ciudad amurallada, convirtiéndola en ese espacio exclusivo del que pocos cartageneros pueden o saben beneficiarse y que es el único que se conoce en el exterior.

 

Hoy el FIMCI, apoderándose del reducido número de estudiantes de música locales, actúa con aires feudales como lo hicieron en su momento los colonizadores con las poblaciones originales de estas tierras tan codiciadas. Las condiciones de las convocatorias para los puestos de director titular y de director asistente para la nueva sinfónica discriminan claramente a cualquier director cartagenero, con lo que se constata que este proceso sinfónico, pudiendo tener titulares y asistentes locales plenamente capacitados para las vicisitudes de esos cargos, quedará en manos de otros – a la imagen de la ciudad. Con esto, es previsible que se restrinjan aún más las posibilidades – ya estrechas – de que los directores locales podamos ejercer o tan siquiera ejercitarnos.

 

Dirigir a músicos cartageneros en este joven siglo XXI no representa una labor comparable a la de dirigir orquestas del primer mundo, cuya cultura lleva siglos definida en términos sinfónicos. Aquí hay que conocer el terreno, y los directores que suele traer el FIMCI, aunque loables en su labor, no lo conocen. Nosotros tenemos otros desgarros que narrar y aún estamos encontrando nuestra voz. Gracias a la colaboración de empresas cartageneras (hoy día disociadas del Festival), se pudo presenciar por fin, en la 9ª entrega, la primera obra cartagenera estrenada en el marco de ese evento: Macondo, de Luis Jerez Zurita, uno de los más destacados exponentes de una nueva escuela de composición caribeña, corriente marginalizada como “nacionalista” en todo el establishment musical colombiano, hasta en el FIMCI. Si el eurocentrismo no nos representa, el posmodernismo mucho menos: el FIMCI ni siquiera contesta los correos, ignora las obras que se le ofrecen para estrenar, no responde a las ofertas ni a las inquietudes planteadas por músicos cartageneros de trayectoria, recrudece conflictos ya existentes en el endeble equilibrio local y, generalmente, actúa al margen de un conducto regular inclusivo al instaurar sus proyectos sin considerar las estructuras ni los gremios locales.

 

Lo que hicieron Bartók y Kodály en Europa del Este, Glinka y Balakirev en Rusia, Copland y Ives en EE UU, Revueltas y Chávez en México, entre otros: la exploración de las raíces a través del ejercicio etnomusicológico, no debe ser reducido por los críticos a la expresión de un nacionalismo ni a un gesto político, sino que corresponde a un orden más extenso aún, que es el de la identidad cultural, algo que significa una valiosa herramienta para sembrar paz – claro está, para quienes saben usarla. El Festival tiene una deuda enorme con esta ciudad y con sus músicos, relegados siempre a acomodar público o a poner y quitar atriles en los eventos. Si no va a potenciar la vida musical de Cartagena de otro modo que bajo sus términos, la Fundación Salvi debería por lo menos guardarse de monopolizar las herramientas que los demás proyectos necesitan y no obstruir lo que también son expresiones viables y merecedoras de atención.

 

Para la Fundación Salvi, aparenta ser más importante que la prensa anuncie su ayuda a los desfavorecidos que el mero hecho de ayudarlos. Como en cada concierto con sus interminables agradecimientos, la música parece la menos prioritaria de las consideraciones; en resumen, es menos un festival para escuchar que para ser visto. En la última entrega, durante la intervención del maestro Atehortúa al inicio del (cortísimo) homenaje que le hizo el FIMCI, la crema presente entre el público del Centro de Convenciones protagonizó una falta de respeto monumental (todavía ni se han percatado de que lo fue o por qué lo fue) al proseguir sus conversaciones por encima de la alocución del maestro, ya en silla de ruedas, así como de buena parte de su tercer cuarteto de cuerdas. Y aunque es imposible negar la calidad de los músicos que han desfilado y desfilan siempre por este evento, no se trata ésta de una crítica estética – que ocuparía otro artículo entero – sino de un reproche humano.

 

Habiendo trabajado en dos festivales sucesivos como pianista acompañante para las clases magistrales y escribiendo aquí en calidad de compositor ganador suplente del Premio Nacional de Música 2015 (obra ofrecida a, e ignorada por la Fundación Salvi), como cofundador de las efímeras agrupaciones Orquesta Filarmónica La Heroica (en Cartagena, 2012-13) y Ensamble Contemporáneo Juvenil de Colombia (en Bogotá, 2013-15), una de mis prioridades al volver a la costa fue la de potenciar activamente su proceso sinfónico y compositivo y, como tal, he repartido bastantes de mis proyectos por correo – también a la Fundación Salvi; sólo puedo alegrarme de que hoy esas ideas sean de todos. ¿O no lo son?

 

Puesto a escoger, prefiero pasar por atrevido o soberbio que por ingenuo o por lambón, porque ya se me ha tildado de cualquier cosa aquí y hasta en otros continentes y, la verdad sea dicha, poco me importa ya – mi prioridad es dejar mi obra en buen estado de inteligibilidad y coherencia. Los insultos certeros, efectivos, los que abrogan carreras, son aquellos que surgen quirúrgicamente como críticas validas en un contexto de ovaciones como aquellas de las que goza el FIMCI; pero esas ovaciones ni me han llegado ni me van a llegar, al menos por el momento (“y menos con esa actitud”, añadirá más de uno, con certeza). Lo único que logran quienes me cierran el camino, quienes se ocupan de ignorar y silenciar mis esfuerzos, es aumentar mi convicción en mi obra, en la de los compositores de aquí, en la regeneración de la música de la costa en general, y en la certeza de que los que hoy dominan y predominan, históricamente quedarán como unos zapatos viejos, cuando al fin haya vencido esa edad de folletín que empalaga a la Fantástica.

 

Podríase intuir que tras la lectura de esta carta, el Festival elija disociarse aún más de mi persona, aunque dudo que pueda hacerle mayor daño a mi labor del que ya le hace. Obvio, primero arquearán las cejas, y habrá que recordarle a más de alguno que fui yo quien aceptó aprenderse 800 páginas de música (impresas por mí) en apenas dos semanas, quien acabó leyendo exitosamente rompecabezas mal fotocopiados de Hindemith o Milhaud a primera vista porque no se me habían proporcionado las partituras adecuadas, quien sirvió de intérprete y de guía informal en más de una ocasión, todo por un sueldo absolutamente misérrimo. Se me dijo que había “salvado las clases magistrales” con mi eficiencia, pero la Dra. Salvi nunca sabe quién soy cuando la saludo, ni tan siquiera nombraron a ninguno de los pianistas acompañantes tras el concierto de los becarios, en ambos años en que he participado. Es quizás hora de que seamos los cartageneros quienes nos disociemos masivamente del FIMCI para organizar un Festival alterno, un Fringe, un Off-FIMCI, que nos honre y represente. Acabaré parafraseando soberbiamente a uno de mis héroes, en el ya descrito contexto feudal: “Hay miles de festivales y los habrá, pero Lequerica sólo hay uno”.

 

¡Feliz Santa Cecilia!

 

Francisco Lequerica

Compositor, pianista y director de orquesta

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