Vuelvo al mundo donde casi nunca uno debe salir a desafiar al establecimiento. Vuelvo al mundo donde el refugio que brinda el viento es más seguro que el de la tranquilidad de una caverna. Vuelvo al mundo donde el fuego que todo lo destruye y transforma, es más dócil que el agua engendradora de vida.
Quizá ese mundo a donde vuelvo no necesita explicaciones para respirar. Tampoco puntos acumulados en los supermercados para cambiar por baratijas en sobreinventarios, y menos huir de las llamadas atracadoras de la televentas. De igual manera, tener que marcar tarjetones electorales con la ilusa ilusión de que se quiere el cambio para la sociedad momificada en sus propios jeroglíficos.
Regreso a la tranquilidad del océano de la duda. Ese mundo líquido desconfiado de las lecturas atrasadas y las relecturas con otra curiosidad de aprendiz escandinavo. Donde nadie perturba tus pesadillas con argumentos de cambios, con conflictos y posconflictos, y con fantasmas inventados de manera ridícula por los políticos de oficio.
La literatura y sus ficciones me prometen lo que el mundo real no puede ni siquiera imaginar en un instante de lucidez improbable. De ese mundo no debí salir nunca.
Menos mal que las advertencias y los “te lo dije” no han sido autorizados. Me niego a recibirlos. Los tercos de oficio no tenemos códigos de arrepentimiento. La única razón que nos asiste es creer en nuestra propia locura y desconfiar del catálogo de la cordura que venden en los mercados de la crueldad del sistema.
Regreso al país imaginario de mis propias luchas con la interpretación literaria. A la crítica ácida sobre los intentos creativos de mis coterráneos ilusos con poca imaginación y mínimas lecturas de a bordo. A intentar parir en medio de los Montes de María mis propios hijos literarios para que sufran el escarnio de tener un padre abominable o sentirse orgullosos de ser retoños de un monstruo adorable. A las lecturas corrompedoras de la tranquilidad de un carnaval eterno.
La realidad y sus códigos de mala leche sacrifican en nombre del bien
y no se inmutan ante una masacre de humanos desamparados
pero si frente a un gol de Cuadrado
Todo eso que la realidad y sus códigos de mala leche sacrifican en nombre del bien y no se inmutan ante una masacre de humanos desamparados pero si frente a un gol de Cuadrado –él que se salvó de las balas y de los mismos asesinos-.
Las incondicionales, fieles, leales y devotas lecturas habidas y por haber de los libros transitados, los repasados y los que nos esperan sumisos para atracarnos engañosamente en las esquinas que son iguales en todos lados; en los jardines de los senderos que se bifurcan; en los ríos de aguas transparentes con piedras enormes como huevos pre históricos; en las calles frías y solitarias de Dublín; en los versos desprendidos de la Cracovia donde Szymborska lloró sonriendo; y en La Habana de infantes difuntos y de tristes tigres.
Volver a la cacería de esas lecturas contadas por magos más antiguos y que se convierten en el Grial de los devoradores de libros. A los raros mundos de la incomprensión de miradas de lectores despistados pero apasionados. Al asombro de ficciones más reales que la realidad y que nos pagan la boleta o el pasaje completo al viaje del que nunca regresaremos.
Coda: una lectura que me devuelve a la realidad de la verdadera ficción y nuestra, hecha con la tierra amarga que dulces frutos produce; es la novela Pavana del ángel, de Roberto Burgos Cantor (Colección El Reino errante – Universidad de Cartagena 2014), una lección de cómo escribir huyendo de las formas y voces y un desafío para los lectores que osan perderse encantados en los laberintos de la re-creación literaria.