Son las pequeñas circunstancias que se juntan que vuelven inolvidable un momento. Eso fue lo que sucedió el 19 de agosto en la tarima del Festival de Música del Pacífico, Petronio Álvarez, 2017.
Había una extraña energía en el ambiente. Numeroso público, gran expectativa, ansiedad contenida en cada rostro. Se sentían las ganas de gozar en todo el que pasaba a nuestro lado. Se consumían las bebidas con ansiedad, a tal punto, que donde, Tere, a las 9 de la noche no quedaba una caneca de “curado” para llevarla en busca de baile.
Fue una noche especial. Una noche de esas que se quedan en nosotros durante muchos días, noche de aquellas que uno quiera que fuera laaarga e interminable.
¿Pero qué la hizo tan especial? La música; esa emoción que dejan las notas de los instrumentos en el alma; la agitación profunda que producen las letras en nosotros, el temblor interno que sentimos cuando acompañamos con nuestras voces al que canta; el especial cosquilleo que se siente cuando se conecta la música con nuestro ser.
Noche con estremecimiento de deja vu, con energía conectada a otros sentires. La tarima palpitaba de alegría, de sentimientos, de sonidos que tocan más allá de la piel.
Remolino de Ovejas, Los alegres de Telembí; Zaperoko, Mar afuera; fueron las agrupaciones que encendieron el alboroto, las que hicieron alzar los primeros pañuelos para saludar la fiesta, para limpiarle la cara a la alegría, para decir, como en un mensaje inquebrantable: somos de los amorosos, somos la gente que amamos el gozo y que disfrutamos la vida, desde y con los sonidos.
Olía a licor, a sudor, a vida, a sexo, a alegría, en ese inmenso espacio frente a la tarima. Por todos lados, cuerpos en agite. Caderas que se contorsionan en sensuales movimientos para seguir el compás de la música. Cuerpos que con cadencia, interpretan los mensajes del tambor, pies que desentrañan los códigos de la marimba, sonrisas que ponen destellos a la noche.
La alegría se contonea, se muestra, se exhibe sin pudores, sin restricciones, simplemente se siente, se deja salir desde dentro para compartir con los demás.
Una noche especial. Marco Campos del Perú, el invitado internacional, llegó y gustó. Nos mostró su folclor, nos exhibió su zapateo, nos dejó ver sus instrumentos musicales. Cumplió en la tarima e hizo una excelente presentación, que si no cautivo al público, si fue hecha con entrega, con ganas de agradar, de cumplir, de decirle a Cali, que vino con intenciones de lucirse y convencer. Fue un buen espectáculo, una gran voz con propuestas nuevas que, como siempre, no calan de entrada como el artista quisiera.
Luego, Herencia de Timbiquí. Un concierto de gran calidad, que emocionó y conectó con todo el público. Miles de voces coreando las canciones, los pañuelos en agite permanente saludando cada interpretación.
William y Begner, inmejorables, como los grandes, con una puesta en escena que agradó al público, que puso a bailar a todos los asistentes.
Nada que hacer con Herencia de Timbiquí, la noche fue para ellos, se llevaron todos los aplausos y la admiración de la gente. Reafirmaron el afecto del público que los quiere, los respeta, los siguen, los ama.
Cuando se canta desde el alma, la música es contagio, y entonces, vuelve inolvidable un momento. Eso fue lo que sucedió en el Petronio.