Alguna vez Fernando quiso ser biólogo. Entonces descubrió que Darwin era un farsante. Se hizo un libro para destruirlo. Entonces le dio por el embeleco ese del cine. Hizo tres películas. Retrató la Colombia amarga, la verdadera, la de los ríos de sangre, la del corte de corbata. La lengua llegando hasta el ombligo de los torturados. No le fue bien. Se cansó. En esa época ya estaba en México. En esa época ya vivía con David Antón, en su apartamento en la calle Amsterdam. Fernando, que tanta lora ha dado en sus libros diciendo que le encantan los niños, se enamoró de un escenógrafo 25 años mayor que él. No era un escenógrafo, era el escenógrafo.
David Antón trabajó con Jodorowski en los montajes que encendieron la ira de la pacata sociedad mexicana. Vio como llovieron piedras sobre el padre del Teatro Pánico. Sobrevivió a María Félix y a Dolores del Rio, las más grandes actrices del cine mexicano. En 1971 Antón tenía poder dentro de Chuburrusco, el nombre que tenían los estudios del cine azteca. Vallejo era un muchacho de 29 años. Se fueron a vivir detrás de la vuelta a Amsterdam, un viejo hipódromo que se había convertido en una de las calles más hermosas de México. A ambos les interesaba la música, sobre todo el piano, Satie, Chopin, toda la santa lista. Tenían más cosas en común. Los perros, por ejemplo, era una de ellas. Saliendo a pasear a la Bruja, a Blanca, a la Maga, a algunas de esas perras que tenían nombres de personajes del boom latinoamericano, Vallejo iba creando sus historias.
Y él, que nunca esperó llegar a viejo, creyó que eso le iba a durar para siempre. Y no fue así. Todo terminó abruptamente. A Vallejo los terremotos no le mueven una pestaña. ¿Cómo lo va a asustar si él mismo es un sunami? Soportó el de noviembre de 1985. Los edificios del DF revelaron una gran corrupción en la ingeniería. A pesar de estar cimentada sobre los inestables canales de Tenochtitlan, los edificios no soportaron el remesón que significaron los 8.1 puntos en la escala de Richter y colapsaron. Esto produjo la impresionante cifra de 40 mil muertos. El edificio de Amsterdam fue uno de los pocos que resistió.
Pero 33 años después no. El edificio quedaría prácticamente devastado. Acababan de llegar de Colombia. David tenía 94 años y estaba tan lleno de vida que podría aguantar esos viajes extenuantes en avión. A Fernando el sacudón lo levantó ese 19 de septiembre del 2017 y lo primero que hizo fue correr al cuarto de David quien estaba con los ojos abiertos, en un pánico silencioso. Con la ayuda de su empleada lo subió a la terraza donde pensaban se podría pasar con menor aspaviento el terremoto. Brusca, su última perra, ladraba temblorosa. En la terraza veía como todo el valle era movido por un gigante invisible. Pasaron tres minutos y cuando bajaron vieron que todo en el apartamento estaba destruido: los cuadros rotos, las viejas estatuas quebradas, todo lo que había atesorado David en una carrera de 70 años. Un puñal en el corazón. Un puñal que lo atravesó y que terminó matándolo el 17 de diciembre del 2017, tres meses después del remesón.
Entonces Fernando, con su perra Brusca empastillada, viajó a Medellin, a su casa de Laurales, dizque a morirse. Pero, a sus 80 años, la muerte, ni en la pandemia, lo pudo encontrar. Está escribiendo una nueva novela, esta vez sobre la Medellín que encontró, esa ciudad que odia y ama en proporciones iguales. Una novela contra Daniel Quintero, según él el bobalicón más grandilocuente que ha gobernado en ese lugar y una crítica descarnada al mayor prostíbulo del mundo. A sus 80 años Fernando Vallejo todavía tiene ganas de incendiarlo todo.
David Anton y Fernando Vallejo acababan de llegar de Colombia cuando el ama de llaves le comentó que estaba muy asustada. El viejo edificio de la Calle Amsterdam se había movido en los últimos días. Los movimientos fueron tan bruscos que, incluso, algunos muebles se habían movido y los cuadros habían dado a dar al piso. Vallejo, cansado, le dijo a la mujer que no se preocupara, que ya lo peor había pasado. Cuando la tierra se mueve lo hace solo una vez.