Este domingo veintitrés de octubre cumplo un año de haber platicado con Fernando Vallejo. A él y a mí nos separan sesenta y un años de subsistencia en el horror de la vida, pero pensamos al pie de la letra. Por la época en que lo conocí le atribuía la similitud en pensamiento a que ambos tenemos el diámetro de la frente con el grandor suficiente para que un neurólogo nos diagnostique macrocefalia , que es un padecimiento de eruditos… Meses después empiezo a constatar que junto con Fernando le hacemos frente a una suerte de reencarnación anticipada. O sea, el alma suya se ha apoderado de la mía pese a que ninguno de los dos ha muerto. Mahoma, en este caso, ha sido muy bondadoso conmigo.
La verdad es que Vallejo ha venido matándose en las páginas de sus libros porque si para algo no le da la bravura es para matarse fuera de ellas. Y puesto que los achaques de viejo gagá, sobre todo los anímicos, cada vez le aproximan más a la misma muerte que vió instalada en los escalones de la casa donde agonizaba Darío su hermano, resolví idear una estratagema que insospechadamente me condujo, a bordo de un Expreso Bolivariano, hacia Medellín.
Llegué a Medellín porque Natalia, la sobrina pianista de Vallejo, me llamó el día anterior al encuentro haciéndome saber que su tío había aceptado platicarme. Principié el periplo dándole las buenas nuevas a Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien me advirtió sobre cuán quisquilloso podía ser Vallejo, además de recordarme que el espacio donde habría de encontrarlo – el Café de Aníbal Vallejo y Nora Garzón – podía delatar una faceta distinta a la que se hubiera rebelado de habernos reunido en su Casa Blanca del Barrio Laureles. Por medio de un mensaje vía whatsapp, Gardeazábal me escribió: “No le vas a reclamar nada a Vallejo. Es muy quisquilloso y no le gusta oír al contertulio sino interrogarlo para después extenderse en su perorata [...] Lástima que no te reciba en la casa y te converse tocando el piano, es otro muy distinto frente al teclado musical”. Antes de abordar el susodicho Expreso Bolivariano lo que aconteció fue una transición de la opulencia a la penuria, y con el afán que me otorgaba el deseo de confesarle al autor de La puta de Babilonia que me sabía su vida al dedillo, incluso que conocía su obsesión con los soldados rapados que merodeaban la Terraza Pasteur de la Carrera Séptima bogotana, muy a las ocho y media de la noche mi madre y yo, en pleno embotellamiento de la Avenida Boyacá, nos dispusimos a esperar una buseta destartalada que nos transportara al Terminal de Transporte.
Ahorrándome la descripción de esa serie de eventos ocurridos camino al Terminal, en los buses, en las carreteras, en la antecámara de aquella tarde de inconmensurable felicidad en que Fernando Vallejo me ofrecía a mí, a su más constante discípulo, un helado, paso a describir bajo qué condiciones de desvarío arribé a Medellín. No sé por dónde entramos, si por este pueblo o por el otro, pero lo que sí recuerdo es que escuché a la bandada de loros verdes, procedentes de Támesis, que de tanto en tanto surcan por sobre la limpidez del aire, que en sentido literario vendrían siendo las novelas vallejianas. También recuerdo que detrás de los foquitos de las casitas que atestaban las comunas se fueron mis ojos curiosos, acaso tratando de descifrar si allá, a lo lejos, era que habían matado al sicario Alexis, símbolo culminante de cómo un amorío se atenúa a los trancazos, y protagonista de la novela sicaresca La virgen de los sicarios.
Distinto a lo que habría planeado cualquier pobre hijo de vecino con semejante oportunidad enfrente, no empecé a planificar mi coloquio con Vallejo sino dos minutos después de saludarlo. A las cinco de la tarde del veintitrés de octubre del dos mil veintiuno, estando yo sentado en una mesita minúscula afuera del Café Vallejo de la Carrera setenta y cuatro pues al señorón, según la dueña del lugar, le incomodaban los tangos que sonaban adentro – ah, y tomándome un café alicorado pretendiendo no estancarme en mi perorata – Luis Fernando Vallejo Rendón alto, esbelto, con la elegancia del abrigo beige y los pantalones anchos que siempre utiliza, mirando alrededor cual veraneante inspeccionando una ciudad desconocida aunque esta, Medellín, dizque era la suya, la que andaba de pe a pa acompañado de Chucho Lopera, se acercaba hacía mi. Es preciso hacer la aclaración: llegó sin sombrilla y se fue buscándola, dándome a entender que el alzheimer al que nombró hasta no dar abasto en su más reciente libro, Escombros, en efecto sí le debe estar consternado el tiempo que le queda. En fin, se sentó enfrente mío y lo primero que hizo fue preguntarme sobre el porqué del tapabocas que entonces cubría mi rostro de tan sólo diecisiete años de semblanza.
Él, mandamás de sus teorías biológicas incontrovertibles, por su puerto supo explicar por qué no llevaba uno puesto, como estipulaban las leyes de la peste hace un año. Hora y media ya había transcurrido, y habida cuenta que en vez de buscar sacarle la chiripiorca proponiéndole temas de política, de religión o de la belleza de una panzona embarazada, acudí a devolverlo al pretérito, a los días preliminares al momento en que escribió su frase más rotunda (“desde ese día deje de vivir para vivir y empecé a vivir para recordar”), pude ver que en sus pupilas encharcada surgía peldaño por peldaño, ladrillo por ladrillo, naranjo por narajo , la Finca Santa Anita, y en ella, sentada en una mecedora, la mujer a la que amó “con un amor ilimitado”: Raquel Pizano, su abuelita. Apenas si parpadeó, se secó el llanto y la escena en sus pupilas era distinta; ahora estaba él, él enmarcado en la acuosidad de sus propios ojos pero rejuvenecido y de la mano de Salvador Bustamante, el hombre demente que armaba fiestas en la Nueva York de los setenta y con quien tal vez se haya enrumbando haciéndole el quite al virus de los maricas (VIH). De esta manera, oponiéndose a un orden cronológico, Fernando Vallejo fue demostrando la pasión con que amó, las razones con que odió, las personas con que se codeó, todo a un tiempo y en las pequeñas dimensiones de la anchura de sus pupilas. De pronto él nunca sospechó que pasadas las tres horas, habiendo renegado de lo que pueden renegar dos bípedos unidos por el horror de la vida, el adolesecnte de diecisiete años que le había prendido la chispa supiese la banda sonora con la cual, cual torero yo, le ejecutaría el estoque. Paso a detallar el momento máximo del encuentro , a lo mejor el más vivido pues el resto de momentos diría que más parecían volándose de la entendedera de un atolondrado. Fer – y ya a estas alturas me siento con la potestad de nombrarlo por el diminutivo cariñoso – me pregunta que qué es Spotify, a lo que yo le respondo que es un aplicativo para escuchar música. Acto seguido, enciendo mi dispositivo y con Spotify abierto pongo a sonar las rolas que le punzan el alma: unos segunditos del Claro de Luna de Debussy, unos segunditos del Senderito de amor de Pedro Infante y poniendo punto final, el Ya lo verás de Leo Marini. De repente el Barrio Laureles se enmudeció. Brusca, la única razón de vivir de Fernando y por ende el animal al que no soltó ni para ir a orinar, se quedó postrada como la estatua del perro Balto del Central Park.
Al llanto de cuando hicimos ambos un recuento por su desenfreno, se le sumó el llanto derivado de la música, la añoranza de lo vivido iba rodando según sonaban las melodías y así, metidos en la bruma de la soledad en que quedó, el corazón debió haberle palpitado con la fuerza con que latió el mío tan pronto trajo a la plática un puñado de consejos. Tanto Vallejo como yo repudiamos el término consejo cuando cada destino va corriendo a la buena de dios sin par alguno, y sin embargo él se dio a insinuarme que abandonara Colombia por México o Argentina en un intento de conocer el lenguaje castellano por entero.
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En esta instancia de la tertulia éramos el niño que asentía y el loro mojado. Nadie lo paraba, nadie lo detenía. No bien hablaba de Mujica Lainez, la lengua le daba vueltas en el intento acostumbrado de, con toda la razón, despotricar contra Cien años de soledad y la timidez del bribón que la escribió. No bien lamentaba el fallecimiento de su amigo, el gordinflón taurófilo de Antonio Caballero, y la pita se le desenhebraba en un tema radicalmente opuesto: la valentía de Jaime Bayly, verbigracia. Por cuanto se refiere al internet, destacó a Wikipedia con el símil de “como un diamante en medio de un basurero”, y a los profesores que la prohíben tal que un recurso académico, los trató de “atrasados”. Al cabo del incendió in crescendo que produjo el chisporroteo de su monólogo, a tientas lo interrumpí y consideré plantearle una cuestión final, una duda de consumación pues lo último que quería era rematar la ceremonia al anochecer, exponiéndolo de paso a alguno de los atracadores que se han puesto tan de moda; le pregunté sobre cómo escribía los libros. Confesó que su serie autobiográfica de El Río del Tiempo no la había redactado de buenas a primeras delante de la máquina de escribir, sino que cada frase, con sus ritmos, con sus modismos, con sus ínfulas de canción férvida o poema delirante, había sido primero redactada en su cabeza, mientras caminaba por las anchas de la Calle Amsterdam, por las anchas de algún parque mexicano. Bajo estas condiciones, si la retentiva no la hubiera tenido tan desgastada como aquel veintitrés de octubre – cosa entendible a sabiendas de los designios inescrutables que Dios le confirió por esos días –, Fernando Vallejo aseguró que hubiera podido relatarme a ojo cerrado páginas enteras de Los días azules.
Adentro del Café, don Aníbal Vallejo (hermano de Fernando) y doña Nora Garzón (cuñada de Fernando), que son dos sujetos con cayo en el alma teniendo en cuenta su condición de rescatadores de animales, tanteaban hipótesis, al lado de mi madre, del motivo por el cuál la conversación se había prolongado tanto.
No es normal, según tengo entendido, que el ermitaño recién enviudado de Fernando Vallejo permanezca por horas y horas dialogando con un preguntón. Quiero pensar, entonces, que la figura mía no le trajo remembranzas de los prostitutos italianos que deambulaban las contigüidades del Coliseo Romano años ha, cuando el paisa estudiaba cine en el Centro Sperimentale. Quiero pensar, en cambio, que pudo encontrar en mi figura lo que Jesucristo en la figura de San Juan Evangelista: un secuaz en pensamiento, palabra, obra y omisión.
Notoriamente sudoroso, con una parsimonia de la cual creí que pretendía detener el instante de su partida, Fernando Vallejo sabe que ante mí se mostró con la infinita sensibilidad, gentileza y amor por Colombia que en mala hora no pudo labrarse a sí mismo en el espectro público. Se da a abrazarme, a acercarse a mi madre y a decirle: “señora, ya que usted lo trajo al mundo déjelo hacer lo que él quiera. Sabe todo mejor que usted”. El adiós suyo no podía ser otro: “¡tengan cuidado con las motos!”. El adiós mío: mirar al cielo y recordar su frase concluyente: “desde ese momento dejé de vivir para vivir y empecé a vivir para recordar…”
A Fernando Vallejo quise conocerlo aún a riesgo de que recordarlo me valdría, en un plazo temporal perpetuo, tener la conciencia intranquila por su ausencia.
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