Fernando Savater y su afición a los toros

Fernando Savater y su afición a los toros

El filósofo español es reconocido por su frase "los animales no tienen derechos y tampoco ningún deber"

Por: Alexander Martínez Rivillas
abril 19, 2016
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Fernando Savater y su afición a los toros
Foto: blog.pacma.es

Savater es un filósofo reconocido por sus reflexiones en torno a la política, la literatura, la ética y la moral. Ciertamente, su lente de apreciación de los problemas del mundo sigue el canon de la filosofía crítica occidental, poco a poco resituada en un lugar más provinciano que universal por tres corrientes “posmodernas”: el “posestructuralismo”, los “estudios culturales” y “las teorías descoloniales”; y en virtud de las cuales aparece cada vez mas deudora de las antiguas filosofías orientales que de sus propias cosmologías.

Una forma interesante de probar la anterior afirmación consiste en analizar su posición frente a los “toros y la fiesta brava”. Y contrastarla con la nutrida etnología y sicología evolutiva que hasta hoy se ha producido, las cuales están haciendo una profunda purga de sus prejuicios positivistas y colonialistas, gracias, en parte, a la influencia de aquellas filosofías posmodernas.

En primer lugar, cuando Savater expresa que “sólo un bárbaro no distingue entre un humano y un animal”, al referirse a aquellos que trasvasan la humanidad de alguien al cuerpo de un animal. Dice varias cosas al mismo tiempo: el bárbaro es un “extranjero” que mezcla o confunde sus hábitos con los de las bestias. Lo que no haría el civilizado o el europeo culto. No distinguir lo referido es presuponer un continuo entre lo animal y lo humano que es contrario a la evidencia, y rehusar de una substancia capaz de diferenciar lo racional de la “lógica ciega de lo natural” (a propósito de Hegel). Lo que lo hace aún mas iletrado.

Las implicaciones de sus afirmaciones son propias del registro del naturalismo y su colonialismo epistemológico, el cual ha sido y será parte del soporte de esa particular cosmología de cuño europeo que reparte diferencias y analogías entre las cosas en virtud de substancias fijas. En efecto, Savater ignora un hecho simple: esta substancialización del mundo fue en realidad la menos extendida geográficamente entre los pueblos de la tierra, al menos hasta hace 100 años aproximadamente. Y aún hoy habría que comprobar si la modernidad urbana ha logrado imponer su singular concepción de mundo a una parte importante de la población mundial.

En segundo lugar, nuestro filósofo ha dicho: "los animales no tienen derechos en el sentido estricto de la palabra, pues tampoco tienen ningún deber. El derecho es una cosa que los seres humanos nos concedemos, entendemos que uno tiene un deber y por lo tanto tiene un derecho correlativo de exigirlo".

Los seres humanos tienen, resumidamente, cuatro maneras de asignar propiedades a los "existentes" (gracias a numerosos estudios, pero especialmente los de Lévi-Strauss y Descola): el naturalismo, el analogismo, eltotemismo y el animismo. Y casi siempre se combinan en sus usos cotidianos, pero siendo una mas preponderante que las otras.

Asignar derechos o valores intrínsecos mediante el animismo a lo no humano es un asunto generalizado entre millones de habitantes de la India, o en los pueblos indígenas amazónicos y andinos, por mencionar algunos ejemplos. Incluso, el uso del totemismo es mas corriente de lo que se cree entre los pueblos occidentales, dado que suele emplearse para diferenciar grupos sociales apelando a atributos propios del reino animal, como es el caso de los equipos deportivos: los "leones", los "tiburones", etc.

Por tanto, los derechos asignados a los animales, además de no ser atribuible sin reparos a sectas, iletrados, o fanáticos (lo que ya acusa un fuerte etnocentrismo), revelan un craso provincialismo de Savater. De hecho, todos los humanos atraviesan una etapa animista que contribuye a estructurar su personalidad.

La cuestión de un “buen gobierno” sobre los negocios taurinos es otro tema. Y Savater lo sabe hasta cierto punto. Pero su ideologización permanente de la fiesta brava lo induce a obviar los detalles de aquellos cuatro sistemas ontológicos que gobiernan la existencia humana.

Por otro lado, a los animalistas les aplica la misma objeción pero en otra dirección: no pueden reducir unaontología naturalista eurocentrista al marco moralizante de una ontología animista biocentrista. Las dos facciones en franca dialéctica suelen actuar a contrapelo de evidencias y pluralidades culturales. Y dejan de lado el siguiente imponderable: los principios de la “ecología profunda” o de la “afición a la fiesta brava” no pueden derivarse de un razonamiento científico, ni menos de una filosofía “verdadera”, pues es una imposibilidad real, una carencia ontológica (a decir de Žižek), determinar empíricamente si el alma tiene un continuo con lo natural o no. Si así lo fuera seríamos otra cosa, pero no humanos: o completamente separados de la naturaleza, o íntegramente interconectados con ella.

El destino de los derechos de la naturaleza se debe seguir inscribiendo en el reino de la política. Es allí donde completaremos artificialmente esa ausencia de conexión con ella, indiferentemente de la doctrina, sistema moral, o elección ética.

 

 

 

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