En días pasados sonó mucho un estudio de la revista británica The Economist donde Bogotá ocupa el puesto 12 entre 15 ciudades de Latinoamérica para vivir. La noticia se viralizó en redes sociales y al menos en mi Facebook todo el mundo la estaba compartiendo acompañada de mensajes como “lo sabía”. Me sorprende la facilidad que tenemos para que cualquier titular penetre en nuestra cabeza y después nos alborotamos por él. El punto es que la gran verdad de la semana pasada fue que Bogotá es una de las peores ciudades para vivir porque así lo dijo The Economist, desde Londres. No hubo quien se atreviera o le interesara decir lo contrario.
Esa semana me dolió Bogotá y la falta de pertenencia que hay hacia ella. Es como si Bogotá no le perteneciera a nadie, ni siquiera a los bogotanos. En mi caso, es inconcebible la idea de salir hablando pestes de mi ciudad porque una revista en el otro lado del Atlántico piensa que acá se vive mal. Y no me apoyo en cifras, indicadores o estudios que cita algún periódico para armar un titular. Me apoyo en experiencias y en recuerdos, que para mí valen más que todo lo anterior.
De Bogotá amo la sensación de anonimato que puede tener uno aquí. Es como si la ciudad le diera a uno un botón para hacerse invisible cada vez que quiera serlo; mejor dicho, como si tuviera la capa de Harry Potter. Aquí en Bogotá la gente no tiene mucha capacidad de sorpresa. Es como si de verlo todo, todos los días, ya nada les sorprende. Yo vengo de Montería, y nunca va a ser lo mismo ser uno entre 400 mil, que uno entre 8 millones.
Es verdad que la gente se vuelve fría y también que se pega, porque lo que moldea la personalidad de esa manera no es la gente ni el clima sino la rutina. Sin embargo, esa frialdad es buena porque sirve como filtro para crear relaciones sinceras. Gracias a Bogotá aprendí a no andar con nadie si la compañía de esa persona no es mejor que mi soledad. Desde que estoy acá he hecho pocos amigos, pero con cada uno he creado relaciones personales que pueden durar toda una vida y que no se quedan solo en una universidad o un trabajo.
Una de las mayores quejas de la gente que vive en Bogotá es el tráfico: la solución se llama bicicleta. La ciudad es muy distinta cuando uno la recorre en bicicleta. Uno se da cuenta de detalles que no conocía, como la elevación de la ciudad. Por ejemplo, son más rápidas las rutas hacia el norte porque uno va en bajada. En diez años que llevo aquí no empecé a hacerlo sino desde hace uno. Ha sido la forma más efectiva para dignificar mi vida acá y reconciliarme con la ciudad. Soy inmune a los trancones y a la hora pico. Mientras que a esa hora miles de personas van con la cara aplastada al vidrio de un bus, yo voy paseando por la ciclorruta. Volvemos al mismo punto: cada quien elige donde quiere estar.
No pretendo decir que aquí todo está bien. También me han atracado, a veces me molesta la polución, me da frío y no soporto una hora pico. Ni hablar del alcalde que tenemos (al menos voté en blanco). El punto es que hay estrategias para hacer la vida agradable por encima de las circunstancias. Tiene mucho con elegir si vemos el vaso medio vacío o medio lleno.
Ahora, esta ciudad no es para todo el mundo. Hay gente que por su personalidad está mejor en otra parte, lo cual es muy respetable. La invitación es que si usted se siente tan mal acá entonces atrévase a tomar las riendas de su vida y llévela hacia donde de verdad quiere. Si no es capaz de hacerlo, por lo menos no culpe a Bogotá de su incompetencia. La verdad es que yo me quedo en Bogotá porque quiero estar aquí.