Feligreses y pastores, una culpa compartida

Feligreses y pastores, una culpa compartida

Por: Gladys Peñuela-Kudo
enero 20, 2014
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Todo indicaría, por la cantidad de iglesias que se fundan cada día y por el remozado cristianismo que ha suscitado el papa Francisco, que las personas en Colombia tienen una vida espiritual y religiosa muy consecuente. Lo que, al menos en teoría, nos llevaría a creer que el amor al prójimo, la caridad y la piedad serían valores muy interiorizados y practicados por nuestros compatriotas. También nos gustaría que se estuviera cristalizando en el corazón de todos los colombianos el mejor mandamiento de la ley de dios, el de amaos los unos a los otros. Sin embargo, la realidad es otra.
En efecto, todos los días se fundan nuevos templos, sobre todo en época electoral, pero el resultado no es que los colombianos nos hayamos vuelto más espirituales, más solidarios, más tolerantes, más visionarios; al contrario, en vez de canalizar toda esa energía y recursos en obras destinadas a esas grandes comunidades que se reúnen a cantar salmos y a pretender reinterpretar un libro largo, denso, desigual y ya bastante antiguo, el resultado es que las personas ahora son más sectarias, más recalcitrantes en su fe y sobre todo más irracionales. Y es que nadie se explica cómo hacen ciertos pastores, muchas veces incultos, faltos de carisma, evidentemente timadores, para aglutinar a gentes tan diversas y moverlas no solo pensar lo que ellos desean que crean sino a donar parte de su patrimonio para el sostenimiento no de una comunidad o de un templo, sino de los líderes, casi siempre miembros de una misma familia, de esas congregaciones.

Los seguidores de estos cultos en general se vuelven ciudadanos fanáticos, que chicanean de su fe, que descalifican a los otros, incluso a los que practican otros cultos, como si acaso todos no creyeran que solo existe un Dios. Incluso, muchas veces pareciera que el dios de unos es el dios enemigo de los otros. En la mayor parte de estas iglesias sus feligreses se entregan con tanto fervor al culto que pierden la noción de realidad que debe acompañar a todo ser humano, se vuelven irracionales e irascibles, no entienden ni escuchan razones. Su capacidad de raciocinio se cierra de tal manera que por más evidentes que sean las pruebas en contra de sus pastores hacen caso omiso de ellas y se entregan a una defensa ciega y sin argumentos, digna solo de una persona sin el menor sentido común, que es el mínimo que debería acompañar las acciones y pensamientos de todos los seres humanos.

Todo esto hace que estos feligreses sean potencialmente peligrosos, pues nada más letal que el fanatismo, que lo único que hace es convertirlos en el soporte de inescrupulosos que no solo viven a cuerpo de rey de lo que ellos con tanto esfuerzo consiguen, sino también peligrosos para el equilibrio de la sociedad, pues casi siempre son personas que discriminan, atacan la diferencia, son indolentes y cerrados a los cambios. Y como las iglesias han ganado influencia política y económica, y casi todas tienen poder político, representación en los órganos de control y en las instituciones del Estado, el fenómeno adquiere un cariz preocupante.

No se sabe si es la soledad, la necesidad de pertenecer a un grupo, el miedo a las faltas cometidas, el deseo de encontrar a un mesías o a un ídolo, pero los miembros de estas iglesias se aferran con toda su irracionalidad a una palabra sagrada que cada cual interpreta a su acomodo y a la figura de un pastor que se aprovecha de todas sus circunstancias. Incluso, el cuestionamiento más lógico sería determinar por qué el ejercicio de la fe no puede ser un acto privado, íntimo, verdaderamente espiritual y profundo.

No hay duda que las cabezas visibles de estas congregaciones muchas veces son timadores, estafadores, violadores, etc., pero es injusto echarles toda la culpa, pues no en vano se dice que hay tiranos porque hay quienes están dispuestos a ser esclavos. Un avivato puede pretender vender terrenos en Venus, pero si hay quien se los compre el problema no es de él, sino de quien pretender comprar. Si por un pastor inescrupuloso, sectario y discriminador hay mil ovejas descarriadas deseosas de creerle, seguirle y ofrecer su dinero, su capacidad de discernimiento y su razón, el problema no es del fundador del templo, es de quien lo sigue. Lástima que todo ese sentido gremial de estas sectas, que aglomeran a tantos compatriotas, muchas veces muy humildes, no sirviera para sacar adelante un proyecto colectivo que mejorara la calidad de vida no solo de sus pastores sino de todos ellos. No se entiende por qué los colombianos que somos tan insolidarios, tan disgregados en nuestras luchas, cuando por fin nos decidimos a fusionarnos no podamos hacerlo en pro del bien común. Aquí aplica eso de que el vivo vive del bobo y, como siempre, toda la culpa no es del vivo, gran parte es del bobo que se deja avasallar. Por eso es bueno revisar el tipo de sociedad que se está formando, el estado psíquico y emocional de nuestros ciudadanos, los valores que nos están transmitiendo a través de la escuela, los medios de comunicación, las familias. Hay, sin duda, que educar en el raciocinio, en el sentido crítico y en la imparcialidad, es decir, bajo el estandarte de la ciencia y la filosofía, solo así y desde muy jóvenes los colombianos tendremos instrumentos para rechazar el oscurantismo y construir una sociedad más abierta y con proyección de futuro.

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