Me preocupa. Estamos perdiendo el derecho a no ser felices. Lo estamos cambiando por la estafa tecnológica de aparentar felicidad y sobre todo, de exhibirla. Publicamos felicidad entre comillas, sin reparos, para someterla al escarnio y escrutinio públicos, al “me gusta” que anestesia y a la indiferencia que ofende y que duele, duele adentro. Confundimos viajes, fiestas, éxitos y selfies, con felicidad; la secamos, la drenamos, la “extrañamos” dirían los surrealistas, es decir, la hacemos otra cosa. Me aturde una vida sin ya no poder no estar bien y obligarme a la felicidad por una sociedad invasiva y voyeur que no se sacia de opinar sobre ella y devorarla.
Exhibicionismo diario. La publicación antecede al hecho, diría la filosofía. Ocultamos nuestra deforme vanidad con frases que asumimos profundas. Citamos mal. La espontaneidad ha muerto. Declaramos ante el mundo estar pasando por el tiempo de nuestras vidas; llegamos a la necedad de amar lo simple transformado en superfluo o en obvio. Involucramos el dictar divino, las bendiciones. Inútil. A Dios ya no le importa, no tiene tiempo para eso. Cerró Instagram. Se aburrió. Lo aburrimos.
No me amargué antes de tiempo. Soy cachaco pero no vivo de luto, como afirmaba García Márquez. La vida me ha pagado bien. No se trata de eso. Esto no es un tango. Se trata de no querer perder esa significativa victoria de nuestra época, esa lucha que reivindica al individuo que decide libremente dejar de participar sin justificaciones, sin defensas. Un individuo que se toma el tiempo y se aleja, para detenerse e invitar a quedarse a las nostalgias, a las buenas y a las que envenenan, para luego, atravesar caminos entre emociones genuinas y salvajes. Guardándose el secreto, sin contarle a nadie. Abogo por el derecho a hacerse invisible, a desaparecer, a no seguir.
Foto tras foto parecemos repetirnos en estados catatónicos “estoy bien, estoy feliz, estoy bien, estoy feliz”. Esa falsa seguridad de “nada puede conmigo”, y “yo puedo con todo”. El peligro acecha. Ese ser fantástico, llamado colectividad, masa, todos. Esa bestia que amarraron y encarcelaron en esa celda frágil que se llama libertad, cuando la humanidad se dio cuenta de sus desmanes y que aún encuentra un límite feroz en cada quien, en cada uno. A esa bestia le corresponde -a la fuerza- aceptar y tragarse el veneno de las libertades individuales, la libertad de ser indiferente, desencantado, irónico. Ese todos que ya no podrá imponer a ese uno para que vote, o crea, se case o tenga hijos, o que por obligación y protocolo, sea feliz.
La felicidad, la mía. No sé la de los demás.
Está compuesta de matices.
De sutiles equilibrios, de inseguridad y orgullo, de fábula y rareza
La felicidad, la mía. No sé la de los demás. Está compuesta de matices. De sutiles equilibrios, de inseguridad y orgullo, de fábula y rareza. Su verbo es permitir, y su conjugación, permitirse. De conocerme y viajar con mis emociones, de excederme y omitirme, del perdón sin el permiso, de ese maravilloso truco de poder hacerme a un lado y quedarme contemplando lo que pasa dentro de mí, sin testigos.
Sábado 20 de febrero de 2016. Mi más reciente contacto con la felicidad. Tarde con amigos, la foto falló. Oscurecía muy rápido. No publicamos. Nos quedamos sentados viendo como las nubes adornaban cariñosamente las montañas en grises y azules diluidos. Presenciamos como la luna brillaba con su asomo terco de luz. Brindamos. Infinitos. La noche cayó y cerrando los ojos, embalsamé el recuerdo, y me prometí aceptar que la felicidad siempre camina más rápido, y se escabulle mejor que nadie, y que cuando por fin podemos mirarla a los ojos, ya se está yendo. Peregrina, tal y como es.
@CamiloFidel