Santiago, 20 de noviembre de 2013
Querido Horacio,
¿Alguna vez has intentado definir la felicidad?, ¿recuerdas cuándo has sido más feliz y cuándo más triste? Sí, yo sé que es como temprano para preguntas que requieren de una reflexión más honda. No te he dejado ni tomar el café del desayuno y ya estoy en estas… Pero todo tiene una explicación. No sé si recuerdas que te hablé sobre una encuesta que se hizo hace un tiempo: de una muestra de 54 países, Colombia resultó ser el más feliz del mundo. Mejor dicho, de los habitantes de 54 países, los colombianos son los más felices.
La noticia voló con el viento porque tenía una especie de «mérito extra»: se supone que un país tan golpeado por la violencia, la corrupción y otros males como es Colombia, sus habitantes deberían estar tristes la mayor parte del tiempo. Corre, entonces, por ahí ―feliz y dichosa, por cierto―, la idea de que, a pesar de los muchos males que aquejan al país, los colombianos tienen la extraordinaria capacidad de ser felices en medio de la desgracia. Un vallenato muy popular dice en su estribillo: «Este es el amor, amor / el amor que me divierte / cuando estoy en la parranda / no me acuerdo de la muerte». Más o menos así ―digo yo―fue interpretada esa encuesta. A lo mejor lo que tiene el colombiano es una gran capacidad para asumir con buen ánimo ―o con el mejor ánimo que le sea posible― circunstancias adversas, pero no estoy muy segura de si eso significa exactamente ser feliz. Para mí es más desgastante el tener que asumir la famosa «actitud positiva», o «ponerle buena cara» a situaciones en las que realmente lo único que quiero es tirarme de un puente, o por lo menos llorar hasta quedarme seca. Lo gracioso de todo esto, y la razón por la que me acordé de esa encuesta, es que, muy por el contrario de lo que yo creía de mí misma, al parecer estoy completamente dentro de esa estadística de los-más-felices-del-mundo. Resulta que el otro día, almorzando en la oficina con algunos compañeros y con mi jefa, ella me confesó que a veces, cuando me llama por teléfono en la mañana, hace su mejor esfuerzo por estar a la altura de mi enérgico «¡Buenos días!», y que la desconcierta completamente el verme siempre así, como si la vida fuera un juego de cartas, pero el más fácil y divertido. No es que no lo pueda entender: es que le parece novedosa mi felicidad ―así la llama ella―. Algo muy poco común, por no decir extraordinario. La verdad, Horacio ―y esto te lo debes imaginar muy bien―, la más sorprendida con lo que dijo mi jefa fui yo.
Después de eso, vine todo el camino escribiéndote esta carta en la cabeza, preguntándome cuándo fuiste más feliz y tratando de responder por ti a eso, pensando qué me dirías. Y también me hice esa pregunta por cada ser humano que conozco. Los que son papás suelen decir que la felicidad son los hijos, pero, ¿qué nos queda a los solteros redomados sin ganas de procrear? Una amiga me dijo que felicidad es no tener deudas y otra me dijo que, además de no tener deudas, no tener apuros de ningún tipo. La felicidad para muchos es una playa en el Caribe, porque todos estamos muy cansados, y para otros lo son sus respectivos oficios y el poder ejercerlos sin restricciones. Para otros torpes ―como yo― la felicidad es leer, lo cual es una gran ventaja porque se puede ser feliz muchos ratos a la semana; para otros la felicidad es una parranda, y dos, y tres... En todo caso, nunca oirás una definición de felicidad que esté asociada a algo duradero en el tiempo: siempre serán cosas fugaces, o con plazo definido. Una vez cumplido ese plazo, nos vuelve a atropellar la tristeza, o por lo menos la rutina de la vida, tan necesaria también, cómo no.
Un domingo cualquiera iba caminando por el Paseo Ahumada, una calle peatonal que hay en el centro de Santiago, cerca de donde vivo, y había varios predicadores evangélicos ―o de la religión que fueran― con sendos micrófonos, gritando que todos somos pecadores y que la única forma de felicidad posible está en una vida pura, sin pecado, entregada a Dios. Para apoyar su tesis, cada predicador contaba con un coro de hombres, mujeres, ancianos y niños que le gritaban ¡vivas! al Creador. Un poquito antes de llegar a la Plaza de Armas, cuando ya se perdía la bulla de los predicadores, había un viejo borracho, sucio, con una botella en una mano y rascándose la cabeza con la otra, muerto de la risa. No estaba gritando, pero todos los que pasábamos cerca podíamos oír que les respondía a los predicadores: «en cambio yo soy feliz porque nadie me jode»
Va un beso… por hoy feliz.
Laura.