Guillermo Angulo acaba de cumplir 90 años. A veces, cuando camino hacia el trabajo, lo llamo en las mañanas. Compartimos la pasión por Scorsese y por todo el cine italiano. Una vez reconstruimos mentalmente uno de mis planos favoritos: Ray Liotta entrando con Loraine Bracco a un restaurante por la puerta de atrás, sin hacer fila. Scorsese los sigue con su Dolly sin cortar. En ese plano secuencia queda patentado el poder de un joven gánster de 21 años. A Guillermo Angulo le gusta Italia y las películas que tienen que ver con Italia. En Roma, mientras estudiaba cine bajo la égida de Cesare Zavattini, el padre del neorrealismo, conoció a García Márquez a mediados de los años cincuenta. Desde entonces Italia se le quedó en el corazón. Sus hijos se llaman Paolo y Alessandro, el eminente director de cine colombiano. Desde esa época data la amistad con Gabo. Fueron tan cercanos que, cuando ganó el Nobel le dejó la difícil misión de escoger a los diez amigos que lo acompañarían a Estocolmo a recoger el premio. Algunos no le volvieron a hablar jamás.
Guillermo Angulo vive entre las torres del Parque y Choachí, en donde tiene el que tal vez sea el jardín privado más hermoso de Colombia. Nenúfares como los que pintaba Monet reposan en uno de sus lagos artificiales, victorias amazónicas que florecen dos veces por año, catleyas dowianas que reciben diariamente abejas. Ahí, en esa casa que alguna vez perteneció al presidente Miguel Abadía Méndez y en donde aún deambula su fantasma, Guillermo Angulo recibe a sus amigos. Ya no bebe sino una copa de vino después del almuerzo pero siempre parece el más alegre, el más vivaz y el más retorcidamente gracioso. Guillermo, como Mick Jagger, otro anciano eminente, no vive de nostalgias. Ha devorado cuanta serie le propone Netflix. La última, cómo no, fue La casa de papel, aunque, eso sí, ambos creemos que desde que desapareció Tony Soprano la televisión quedó un poco huérfana.
Cuando Gabo ganó el Nobel le dejó la difícil misión
De escoger a los diez amigos que lo acompañarían a Estocolmo a recoger el premio.
Algunos no le volvieron a hablar jamás.
Ya no veo tan seguido a Guillermo Angulo. Me da tristeza que mis semanas sean cada vez más estrechas, más asfixiantes. Su casa de Choachí es mi lugar preferido en el mundo. Él me invita cada fin de semana y yo nunca puedo. Es de las pocas veces en las que he lamentado no saber conducir. Se me estampilla la imagen cliché: el cañón de Choachí, un Volkswagen, el humo saliendo de la ventana.
Guillermo Angulo tiene 90 años pero está más fuerte que nunca. Tiene un jardín al que trata como un juguete. Guillermo tiene adentro el amor que sólo poseen los niños y por eso concibe el mundo como un juego. Por eso es un muchacho. La curiosidad nunca se le agotará. Guillermo, ahora dedicado a tomar fotos de sus plantas, está listo para vivir otros noventa años más. Si no fuera tan alegre, tan fresco, sospecharía que es un vampiro. Pero no, es tan solo un hombre que convenció a la muerte a fumarse un porro con él.
