Lo primero que hay que decir, al término de 52 años de guerra entre el Estado y las Farc, es que en Colombia carecemos de madurez para evaluar con serenidad nuestro propio acontecer político. La expectativa, en sectores sensatos de opinión, apuntaba a que, como dice la Constitución en su artículo 22, la paz fuera en realidad un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, y que los partidos y sus dirigentes saludaran con optimismo una negociación que la formalizara sin mayores reproches. Pero no ha sido así. Desde el anuncio de los diálogos, afloraron la polarización y la pugna feroz entre pacifistas y guerreristas.
El expresidente Uribe alegaba que las Farc estaban debilitadas militarmente y que poco faltaba para doblegarlas y someterlas a negociar en desventaja. No era cierto. Exploró contactos con su secretariado y ni siquiera le respondieron. Santos, que sabía esto, había dicho desde el día de su posesión que la puerta de la paz permanecía abierta y que propiciarla era un imperativo de los actores principales del conflicto. Y medio país –integrado por gritones que que no eran ni actores ni víctimas– prefería que las acciones bélicas continuaran, porque lo que llamaban conflicto era terrorismo. El resultado fue diferente al de todos los intentos anteriores: hubo acuerdos definitivos.
Los enemigos del proceso plantearon, como bandera de campaña en el torpe plebiscito convocado por el señor Santos, condiciones que la contraparte no aceptaría jamás y que el gobierno no podría imponer unilateralmente. Sin embargo, la prédica caló y ganaron con el No a lo pactado. Pero no era viable exigir lo imposible para no pactar. Con voluntad omnímoda de una de las partes era sentarse a la mesa, de nuevo, para terminar en nada. Y ese no era el objetivo. A la paz no se llega ni con sed de venganza ni para mitigar dolores familiares. A la paz se llega con los espíritus libres de pretensiones tóxicas. Por eso, el Congreso terció y validó los cambios sugeridos, por mentes normales del No, al acuerdo original.
Hubo desmovilización, entrega de armas,
concentración en zonas veredales, verificación de la ONU
y creación de un partido político
Mal que bien, hubo desmovilización, entrega de armas, concentración en zonas veredales, verificación de la ONU y creación de un partido político que materializara el paso de las armas a la política. En dos platos, ese paso, tan esquivo durante tanto tiempo, se logró con el más grande y fuerte de los movimientos guerrilleros.
Independientemente del error de haberle puesto al partido el mismo nombre de la guerrilla, el antiguo secretariado se equivocó al escoger listas para Congreso y candidato presidencial cerrándose a sectores de izquierda democrática que atrajeran electores con su presencia en los primeros cuadros. La figuración de Imelda Daza, la fórmula vicepresidencial de Timochenko, es insuficiente. Mejor lo hizo el M-19 al suscribir su paz y, no obstante, desapareció del mapa político tras sus sorpresas en la elección presidencial de 1990 (Navarro sacó más votos que el candidato conservador) y su elevada representación en la Constituyente de 1991.
El contrasentido de excluir a las víctimas de participar políticamente con la derrota de las jurisdicciones especiales de paz, fue una bala de oxígeno que el ‘Centro Democrático’, Cambio Radical y algunos conservadores les regalaron a las Farc, pues donde hay ocho millones de víctimas no se descarta un efecto bumerang que castigue la insensatez, entre otras cosas porque confundieron un cambio profundo en el sistema con un cambio de sistema. La mentira que vienen vendiéndonos hasta el límite de lo inadmisible, sin medir las consecuencias de su táctica de doble filo, convencidos de que su optimismo les dará un espaldarazo sin riesgo de que la tendencia guerrerista se revierta en 2018. Enfermar de intolerancia, dentro de una peligrosa cultura de queja sistemática, conduce a interpretar como malos los buenos momentos de una experiencia positiva de paz.
Ya los indicadores muestran, con las Farc modelo 2018, preparadas para elegir en vez de seguir matando pueblo, que en el país hay menos muertos, más inversión extranjera y el nivel más bajo de riesgo país de nuestra historia como mercado emergente.