En 1991 a Fanny Mickey casi la mata un bombazo. En ese momento esta judía argentina, devota de María Auxiliadora, ya había hecho lo imposible: convertir a Bogotá en el epicentro del teatro latinoamericano. Desde 1988 había convencido a todo el mundo para crear el Festival Iberoamericano de Teatro. En el Teatro Nacional se presentaba un grupo brasilero con una propuesta marcada por la blasfemia contra el Papa. Uno de los actores de la compañía, vestido como Juan Pablo II, venía con una botella de whisky en la mano. Con gesto exagerado se arrodilló y besó el asfalto de la pista de aterrizaje. La iglesia bramó contra Fanny y la excomulgó. Pero lo peor estaba por venir.
Un grupo de extrema derecha decidió poner, frente al Teatro Nacional, la primera bomba que se le ha puesto a un teatro en todo el continente. El atentado iba contra Fanny, quien entró pocos minutos antes de que la onda explosiva estallara contra un muro de contención. No hubo heridos. El país sintió que el atentado había sido contra todos nosotros. No podía ser para menos. A Fanny la queríamos como si fuera de la familia, tenía permiso para entrar cuando quisiera a nuestras casas por medio de la televisión. Por eso, al otro día del atentado 80 mil personas se dieron cita en la Plaza de Bolívar para expresar su solidaridad con ella y con su máxima creación, el Festival Internacional de Teatro.
Fanny llegó a Colombia por amor. Eran los años cincuenta y se había enamorado del actor argentino Pedro I. Martínez quien había sido contratado para hacer programas de variedades en la recién inaugurada televisión nacional. Bogotá le resultó de entrada gris, fría, llena de hombres que caminaban por la calle vestidos de negro y en donde no había ninguna mujer en el centro de la ciudad. Una pelea de celos con Pedro Martínez la devolvió a Buenos Aires. El papá de Fanny estaba feliz. Ellos eran judíos practicantes y no veían con buenos ojos que su hija se enamorara de un artista disipado que, para colmo de males, también era católico.
Pedro pensó que la perdía y, después de que el actor gastara una fortuna en llamadas telefónicas para convencerla, se devolvió a Colombia. Una de las razones fue que Enrique Buenaventura los invitó a ir a trabajar a Cali con el Teatro Experimental de Cali. Era 1960, Fanny tenía 28 años y Cali estaba en plena ebullición cultural. En esa ciudad aprendió todo lo que tenía que saber de teatro, al lado del maestro Buenaventura y también supo de la gestión cultural. Ella misma tenía que ponerse a vender puerta a puerta los boletos para ir al TEC.
Fue de las primeras empresarias culturales que tuvo el país. La argentina, con los ahorros que tenía, decidió traer al país al guitarrista y cantautor argentino Atahualpa Yupanqui, quien ya había estado en los Festivales de Cali. Consiguió a un muy buen precio el alquiler del Teatro Colón. Justo el día de la presentación del músico hubo protestas en la Plaza de Bolívar contra el entonces presidente Julio César Turbay Ayala. La policía dispersó con violencia a la turba que explotaba contra la represión impuesta desde el estatuto de seguridad democrática de ese gobierno. El resultado fue la cancelación de la presentación de Yupanki y Fanny lo perdió todo.
Pero se volvió a levantar, por supuesto. Una vez casi no consigue salir del hoyo. Cargaba a cuesta problemas renales y una vez se agravó, se puso tan mal que la internaron en la Unidad de Cuidados Intensivos y casi no sale. Un amigo, actor, le entregó una medalla de Maria Auxiliadora. Ella le atribuye su salvación a un milagro de la virgen. Igual, en los 76 años que vivió nunca renegó de ser judía. La hija de un inmigrante judío que nunca conoció Colombia.
Ese país que ella transformó en 1988. Fue Ramiro Osorio, a quien protegió como a un y lo impulsó en su carrera de gestor cultural en del después de haber hecho carrera en Mexico. Sus conexiones internacionales fueron de utilidad para echar a andar el Primer Festival Internacional de Teatro. Arrancaron ese año con 18 grupos, y para cuando Fanny murió por una infección renal en Cali, ya tenían 49 grupos. Todos se peleaban por recibir la invitación a una de las citas más importantes del continente.
Fanny era una fuerza de la naturaleza. Ordenó, en marzo de 1995, parar el tráfico aéreo en Bogotá para que ningún ruido pudiera interrumpir la presentación de Luciano Pavarotti en el Campín. A veces, insuflada por los efluvios de la cannabis sativa, confundía los nombres de grupos como Metallica con Metálico. O la vez que en Taganga a un iluminador del teatro la Castellana lo detuvieron por estar fumando marihuana. Fanny, que también estaba en ese pueblo de pescadores, fue a su rescate y se ofreció pagar el carcelazo por él. Al final la policía lo soltó y se tomaron fotos con la leyenda viva de las artes escénicas.
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En 2008 Fanny Mikey falleció en un hospital Cali, precisamente en la ciudad donde había comenzado su saga cultural. Tras su muerte, su único hijo Daniel Álvarez Mikey tomó las riendas del Teatro Nacional, sin mayor éxito. Nunca ha podido recuperarse. Una carta de Álvarez Mikey en 2016 detonó la crisis y prendió las alarmas sobre el manejo administrativo y financiero que se le estaba dando a un certamen que cuesta alrededor de $ 30 mil millones al año, que aunque con un importante apoyo del sector privado, recibía millonarios recursos públicos a través de Colculturay después del Ministerio.
Álvarez Mikey renunció a la junta directiva del teatro, que tomó otro rumbo distinto al que se imaginaba su fundadora, al igual que el Festival Iberoamericano de Teatro. Pero el recuerdo de la argentina sigue vivo, ahí en el Teatro, su creación, que ya cumple 40 años.