Nadie se sorprendería con esta afirmación: es característico del hombre ver los errores ajenos e ignorar los propios. Es verdad de Perogrullo. La complemento escribiendo que aquello es dos veces cierto cuando lo propio incluye, por ejemplo, a la política. Twitter ha permitido, entre otras cosas buenas y otras no tanto, ver cómo se comporta esa afirmación en la práctica. Basta leer a los defensores de ¨oficio¨ de los políticos de izquierda o de derecha para entenderlo. Hablamos de personas que no soportan la crítica, ni el debate, ni las ideas ajenas. De personas que suelen confundir la defensa de una idea con el ataque sin compasión a quien piense y diga diferente. De personas que, a juzgar por lo que escriben, han reducido su ejercicio intelectual a utilizar una red social como campo de batalla. Y aplica, de la misma manera y con la misma intensidad, para cada extremo ideológico. Utilizo el término extremo conscientemente y pensando en aquel que no es capaz de ver los matices de las cosas, que se para en una orilla de un solo color y es incapaz de ver la riqueza de los grises.
Evito, por ahora, mencionar nombres. No es necesario. Algunos ejemplos abstractos servirán al caso. Es común leer a quienes creen terrible para la democracia la reelección de ese de allá, pero justifican, generalmente con elocuentes silencios, la reelección de este de acá. Dicen, cuando se les pone de presente esta incoherencia, que no es lo mismo, porque la utopía del proyecto político de sus pasiones lo justifica todo, hasta patear la ley y dejar malherida la Constitución. Luego, cuando se les recuerda que la ley no hace excepciones y que lo uno es tan condenable como lo otro, contestan con un interminable y cómplice silencio. Hay otra alternativa, que al menos guarda cierta coherencia en su lógica, y es la del cínico, que acepta ambos excesos sin crítica ninguna. Y queda, además, el que no acepta la contradicción en ningún caso, el que tiene la grandeza de detenerse y decir: hasta acá acompaño tus ideas porque si sigo me estaré convirtiendo en aquello que tanto he objetado de mi contrincante.
Añado un ejemplo en la práctica. Recientemente hubo gran debate en el país por cuenta de una sorprendente declaración del presidente Santos en la que daba un ultimátum a la oficina de derechos humanos de la ONU. El motivo expuesto: Colombia ha mejorado notablemente en ese aspecto y ya no necesita ese acompañamiento. El motivo real: la ONU es incómoda y con La Habana jugando hay que mantener felices a los militares. Y empezó Twitter. Los mismos que aplaudían (o eran cómplices con su silencio) la decisión del fallecido Hugo Chávez de mandar al carajo a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ahora gritaban al cielo que Santos era un político terrible y despreciable. Curiosa lógica. En ciertos casos está bien que un presidente le haga pistola a los sistemas de control de los Estados, en otros, especialmente si no es de mi banda ideológica, entonces es terrible y hay que manifestarse, oponerse e indignarse.
Este curioso fenómeno de condenar los excesos ajenos y justificar los propios no es nuevo. Hay bajo el sol quienes creen, por ejemplo, que Stalin era un héroe y Hitler un genocida. Lo que es otra manera de afirmar que los muertos de los gulags valen menos que los muertos de los campos de concentración. Ese, sí, es un ejemplo extremo, pero funciona porque a partir de allí se desprende todo lo demás: fanáticos de ideologías que persiguen con ojos cerrados a profetas; fanáticos incapaces de autocrítica, fanáticos que se parecen, tristemente, los unos a los otros.