Una de las responsabilidades de los gobernantes es hacerse cargo del estado de ánimo de la ciudadanía, decía Felipe González, tras el éxito de estrenar instituciones democráticas, reinaugurar las libertades y enterrar parte del franquismo. Los españoles volvieron a sonreír, a vestirse de colores, a brillar en un balance de trabajo, placer y bienestar social. En Colombia, las mediciones registran una depresión colectiva que si los líderes dejan de atender se convertirá en rabia y en la elección de un gobierno de resentidos que buscan desquite como ocurrió en Brasil, Perú y El Salvador sin que los cambios para que la población vuelva a sonreír se vean.
En parte, la depresión colectiva la impulsó el covid-19, pero las mediciones confirman que galopaba desde antes la altísima decepción de los colombianos sobre las bondades de la democracia. Hay una exigencia de mayorías sin lideres, de hacer ajustes en el sistema político y en las políticas económicas. La gente perdió la confianza, la credibilidad y la esperanza en sus gobernantes y en que desde el mismo sistema se realicen los cambios. La ciudadanía busca líderes con la voluntad de hacer los cambios sin dejarse neutralizar por las élites clientelistas y económicas que se resisten a perder sus privilegios.
El gran cambio implica un nuevo sistema de representación porque el actual está diseñado para beneficiar el clientelismo. Sus organismos de control los domina el mismo clientelismo para impedir los cambios que permitan una representación adecuada de la sociedad. Extensas capas de la población urbana carecen de representantes en el poder y solo encuentran en las calles y los grafitis para expresarse, cada vez más militarizadas. De manera que la dictadura del clientelismo gobierna a sus anchas, sin controles.
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Aunque existe oposición formal, no tiene herramientas – dientes- para negociar o revocar decisiones o mandatos
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Aunque existe oposición formal, no tiene herramientas – dientes- para negociar o revocar decisiones o mandatos. La moción de censura es una caricatura sin estrenar y la corrupción clientelista mueve sus acumulados históricos para bloquear cualquier amenaza de cambio. Quienes gobiernan no tienen interés en resolver problemas de las mayorías, ni mucho menos interés en atender su estado de ánimo, porque no son ellos quienes los eligen y porque siguen repartiendo contratos a sus anchas.
La ciudadanía ajena a la dictadura clientelista no tiene mecanismos de reclamo porque la protesta en la calle sigue sin conexión a las instituciones, porque desconocen su vocería, sus angustias y deseos. Tampoco es el camino para organizarse de manera que sea reconocida como contraparte, aunque algunos piensen que las primeras líneas son un embrión. La protesta de decenas de millares de descontentos incide poco en los resultados electorales, y esto le permite al clientelismo acallarla con el Esmad sin importar reclamos de derechos humanos.
La protesta en la calle, legítima y necesaria, refleja el estado de ánimo colectivo tanto como la manera de los gobernantes locales o nacionales en desatenderla. Desconectados de la población indignada, gobiernan para sus seguidores, que por supuesto no protestan. Desconocen los derechos y anhelos de los demás. Se concentran en defender su poder, sus contratos y subsidios, se les olvida que Colombia es una sociedad. La ciudadanía está decepcionada de la democracia que conoce y de su incapacidad para producir cambios políticos y económicos.
Como no aparece quien atienda el estado de ánimo de las mayorías, la depresión colectiva puede convertirse en rabia. Una rabia fácil de manipular por lideres resentidos que antes de gobernar para todos, buscan venganza. Confunden a la ciudadanía y la desvían de la meta del cambio. Los cambios positivos requieren lideres capaces, equipos estructurados, planes de gobierno realizables y al mismo tiempo darle una lección al clientelismo que también forma parte de Colombia, así sean ellos los responsables principales.