No hay palabras para describir lo que los presentes y ausentes sentimos en este último doloroso adiós a la distinguida matrona —por mil títulos—, Pilar Villegas de Hoyos, ‘Pilarcita’ como cariñosamente era llamada, quien descansa ya en la paz del Señor, adelantándosenos en la ineludible, inexorable cita con el Creador. Inevitable, definitivo viaje hacia la gloria, su morada eterna. Vacío que nada ni nadie podrá llenar.
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Casada con Germán Hoyos (productor cafetero), concejala, diputada, representante a la Cámara, senadora de la República, dos veces pulcrísima gobernadora de Caldas (a toda prueba), primero en la presidencia de Alfonso López Michelsen (1974-1975), luego (1992-1995), como primera mujer en llegar al cargo por elección popular, de la mano del conmocionado, último jefe, Omar Yepes Álzate, después de José Restrepo y Restrepo y Rodrigo Marín Bernal.
Inevitable, trágico momento en el que atropellan los recuerdos que permanecerán siempre con nosotros, compartidos con la abierta, altiva, bienhechora, erguida, filantrópica, garbosa, inigualable, lúcida Pilar, magnánimo ser humano, infinitamente amorosa, misericordiosa, querida, única.
Hija menor de un grande entre los grandes: Aquilino Villegas Hoyos (1880-1940), símbolo nacional de Colombia —que lo fue sin duda— abogado, intelectual, poeta (de campanillas), político, empresario; miembro de la Asamblea Nacional Constituyente (1910); senador (presidente de la corporación, 1926-1929); ministro de Obras del gobierno del General Pedro Nel Ospina, personero de Manizales (1903). Miembro de la famosa tertulia literaria, ‘La Gruta Simbólica’.
Con el corazón desgarrado, mi sobrecogida alma llora junto a los presentes hijos: Luis Francisco, Héctor Germán, María del Pilar y Juan Martín, de sus adorados nietos y bisnietos, encabezados por la sobresaliente, María Carolina Hoyos Turbay, prolongaciones del magno legado de dignidad y grandeza de sus antepasados, encarnados fielmente por ellos.
Palabras dictadas por el corazón que se convierten en el único medio para expresar lo que sentimos quienes lloramos en silencio su partida, especialmente, los que tuvimos el auténtico, invaluable privilegio, honrosa fortuna de tratarla, valorarla en toda su dimensión, quien nos extendió su acogedora, bondadosa, firme, generosa mano, quienes la recordaremos como un ser sin igual, que nos abrumó, honró con su imborrable, inapreciable amistad, inestimable deferencia, timbre de honor que heredamos a los nuestros.
Abandona el terruño amado, la más buena, connotada, dulce, encantadora, seductora hija; cristiana, devota mamá; inigualable esposa; desvelada, irrepetible madre, abuela, ciudadana ejemplar, sin par ni tacha, mezcla de desprendimiento, devoción, ternura; un ser brillante, caritativa, deslumbrante, excepcional, fraterna, maravillosa, noble, singular, visionaria —en el sentido estricto de los términos—; colmada de calidez humana, carácter, coraje, excelsitud, grandiosidad, majestad, nobleza, superioridad moral; virtudes heredadas de sus ilustres antepasados, retransmitidas a su insigne, preclara descendencia.
Igual el almíbar de su contagiosa, natural, proverbial simpatía, que la hizo querer profundamente -sello de origen de la estirpe- irrigada entre sus contemporáneos. Abreviado bosquejo, elemental, no solo de la mujer excepcional que fue, sino del ser humano, orgulloso patrimonio de los caldenses.
Su ausencia invade todos sus rincones. Ya no estará físicamente con nosotros, pero quedan incólumes sus entusiastas acciones; caritativa, valiosa obra; sabias enseñanzas; inmensas remembranzas que subsistirán por siempre, imposibles de recoger, sintetizar en este póstumo homenaje.
Perenne ejemplo que seguirá —cual faro— alumbrándonos. Memoria que perdurará, trascenderá, permanecerá más viva que nunca, irradiando los días y las noches de la eternidad.
Gracias, Pilar, por su compromiso con los apenados paisanos, por acompañarnos con su extraordinaria amabilidad, bonhomía, calor humano, don de gentes, solidaridad y sonrisa de todas las horas. La extrañaremos siempre. Nos empieza a hacer mucha falta.
Gratitud, reconocimiento al Altísimo por su existencia, imperecedero legado. Descansa en paz. Reverente dedico —para terminar— el helado verso de León de Greiff: “Señora muerte que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa”.
Vaya un sincero consuelo a sus afectuosos, dolidos, entrañables, estoicos hijos; a su abatida, inconsolable, lindísima familia y cercanos.
Con inexpresable tristeza, crespones de luto y el tricolor patrio, complacido asumo la vocería de los agradecidos, incontables amigos que la admiramos de veraz, de su carnal club de jardinería, para darle este postrero adiós: Requiescat in pace, querida Pilar.
Ante sus restos mortales deposito -en su nombre- una rosa blanca y una lágrima. Entresaco este gemido del poema ‘Las Rosas´:
“De las generaciones de las rosas/ que en el fondo del tiempo se han perdido/ quiero que una se salve del olvido/ una sin marca o signo entre las cosas/.…”, la tuya Pilar.
Una de las existencias más fecundas y nobles, que mereció el respeto de sus admiradores. Con un frío en el alma, cierro -para consuelo- con otros versos de gran belleza; 1) de Luis de Góngora: “La razón abra lo que el mármol cierra”. 2) “Ayer deidad humana, hoy poca tierra”, endecasílabo a la bella Duquesa de Lerma.