Una de las posibles metáforas que nos entrega esta época del año es “desenredar las luces”: extraer de la bodega el cableado, conectarlo para saber si aún funciona y, de ser preciso, disponerlo estratégicamente en las manos ―pueden ser más de dos― para darle de nuevo la apariencia de línea recta o cortina ―según corresponda―, sin nudos, lista para adornar árbol, ventana, mesa, en fin; sola o unida a otras similares.
Así, nos vemos convocados a tratar con nuestras mejores luces, aunque considerando la posibilidad de que no sean solo un adorno de temporada, sino que se conviertan en la silueta de nuestras relaciones cotidianas ―claro, según cada cual; todos somos un poco luciérnagas―. ¿O las apagaremos de nuevo en enero para retomar la intermitencia de la fraternidad? ¿El próximo regalo será el día de la madre? ¡Qué se dan fatales estadísticas! ¡No me venga con trágicas ironías! “Yo sí sé beber, no como los otros”; “yo sí sé manejar la pólvora”; “yo sí me controlo...” Tantas frases de cajón ―a veces de cedro, a veces de pino, siempre como espejos― que pueden perderse ante estantes de licor adulterado, accidentes de tránsito, riñas callejeras, niños quemados, en fin.
Las buenas posibilidades siguen siendo más, sin embargo.
Y claro, algunos pueden hacer el propósito ―tras los ruegos externos― de “no pelear al menos por diciembre”, “no beber demasiado”, entre otras; y la intención es loable, aún más si hay éxito; pero quizá no tenga mayor sentido si no se hace una verdadera reflexión, de largo aliento, como la semilla de un posible compromiso para el resto de la vida, desde el presente inmediato. Aquí recuerdo, no sin conmoverme, el llamado “Armisticio de Navidad” en 1914, a pocos meses de haber estallado la I Guerra Mundial: desde las trincheras, ambos bandos enemigos concertaron la tregua, incluso hubo intercambios y hasta partidos de fútbol... unas horas de humanidad para luego retomar la confrontación.
Alguien dirá que no se puede comparar aquellas circunstancias con las que vive el ciudadano de a pie, a décadas del conflicto; pero sí, es posible, pues en ambos casos hablamos de seres humanos con cierta conciencia del otro, aunque ¿también de sí mismos?
Las buenas posibilidades siguen siendo más, sobre todo cuando logramos desenredar tantas luces.
Ahora bien, otra cosa que llama la atención es la costumbre ―en demasiados lugares― de rezar como si se estuviera en maratón lingüística: cada oración se convierte casi en trabalenguas y gana el que termine más rápido. ¿Saludos protocolarios? ¿Salir del paso? Supongo que algunas novenas terminarían más tarde si cada devoto fuera consciente de cada palabra, si se cambiara, tal vez, el automatismo de las respuestas por una frase propia, personal, durante cuya enunciación la mente se conectara con sus deseos, gratitud y convicciones. Si tal logramos, es posible incluso que abandonemos la dependencia del calendario y nos permitamos dar regalos en cualquier momento ―abrazos, sinceridad, chocolatinas, una flor dibujada en una servilleta―, que estemos más dispuestos a la sorpresa cotidiana, que seamos cómplices permanentes, con los nuestros, con el paisaje, con nosotros mismos.
Tratemos de mantener nuestras luces desenredadas, pues tienen más magia que cualquier inversión astronómica en iluminación ―guiño a la cultura ciudadana y la austeridad gubernamental―. Conectémonos, independientemente de las creencias, con la belleza de rituales como el del 7 de diciembre. Por lo general, asocio las velas con el silencio y la contemplación solemne. Otra invitación a menos ruido y más escucha.