El tiempo pasa tan rápido que ya no lo veo. Cuando irrumpió Facebook como un tsunami en el 2007 yo no quería entrar porque me parecía un canto de sirena que le restaba seriedad a mi trabajo. “Sólo los muchachos se dejan embaucar por esas pendejadas” rezongaba. Tenía 29 años y ya me creía maduro. Me dejé tentar y pues ahí quedé y en este momento llené el cupo que tenía de 5000 amigos y tengo, además, más de 3000 seguidores. Hace poco en la oficina hice el comentario orgulloso de lo popular que era. Los centenialls que me acompañan se rieron. Volvieron a burlarse del señor cacreco. “Tener 8.000 amigos en Facebook es tan útil como poseer una caleta con billetes de Monopoly”. Y empecé a ver y claro, entendí la razón por la que ya nadie me contesta a su Messenger, porque gente con la que mantenía en contacto desapareció. Facebook es un pueblo abandonado, una especie de Cúcuta a donde todos los jóvenes se van a buscar mejores oportunidades en la capital que vendría siendo Instagram, Twitter o TikTok. Facebook es un cementerio y yo soy uno de sus últimos habitantes.
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Las fotos están en Instagram, la diversión en TikTok y la información en Twitter, así de simple y sencillo. Y patético.
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Zuckenberg debe estar sintiendo el cimbronazo de no saberse acoplar a las constantes exigencias de una generación que ha hecho de la inestabilidad su sello. Ya nadie sueña con casarse, perdurar, jubilarse del trabajo, ahora el bien más preciado es el cambio. ¿Sabían que ya es anticuado hacer post largos? ¿Qué recomendar una canción es de ancianitos vacunados? En parte tienen razón. Facebook sirve para muy poco. Las fotos están en Instagram, la diversión en TikTok y la información en Twitter, así de simple y sencillo. Y patético. En Facebook no están las noticias ni los nuevos amores. En Facebook sólo estamos los mayores de cuarenta incapaces de movernos de nuestra zona de confort, resignados y tristes, consentidos por los sospechosos de siempre.
Yo estoy muy gordo para hacer videos en TikTok, muy feo para Instagram y muy bruto para Twitter. En mi mediocridad me toca quedarme con la red que menos esfuerzo necesita para ser popular, la misma que habito hace 13 años. A mí que la policía de las redes sociales venga a desalojarme porque estoy muy cómodo en mi barrio, rodeado de viejitos caducos y conformes como yo. Hace poco escribí que quería estar en constante cambio, metamorfosearme, ser otro, acomodarme a los tiempos. Pero cuando quise ingresar a TikTok y vi lo plano que es, lo estúpido, y al experimentar por unas semanas la superficialidad vacua de Instagram –red social que me ha permitido llenarme de discos gracias a la experiencia que he tenido con La Academia del Vinilo- decidí considerarme un jubilado y aceptar la realidad. De acá no me muevo. Viéndolo bien tampoco está tan mal, y como esos ancianos abandonados empiezo a pensar y a maldecir a través de mi caja de dientes desacomodada ¿por qué se fueron? ¿qué tenía de malo el barrio? En Facebook se pueden publicar historias muy largas, se pueden subir fotos y videos y estás rodeado solo de tus amigos. ¿Son tan malditos los amigos que son ellos los primeros enemigos? ¿Nos sentimos con menos presión entre desconocidos?
Le mandé una invitación a Facebook a mis compañeros. Ninguno me la contestó. Debo ser insoportable y nadie quiere tenerme cerca después de las seis de la tarde. O, a lo mejor, ni siquiera se enteraron que se las envié porque llevan años sin entrar a Facebook. Yo no les pregunto, me da pena. Los viejos entre más callado estemos menos mal nos va.