América Latina perdió hace un año a su comediante más conocido, Roberto Gómez Bolaños, Chespirito. Desde los años setenta, Chespirito escribió, dirigió, produjo y actuó en programas de comedia que se han transmitido por todo el mundo hispanohablante por más de 40 años. Gracias a su gigantesca popularidad, los personajes que él inventó, como El Chapulín Colorado o El Chavo del Ocho, terminaron por convertirse en una suerte de patrimonio simbólico de América Latina. Que su funeral de cuerpo presente en el Estadio Azteca haya sido por momentos indistinguible del de un jefe de Estado, el representante de la continuidad de una colectividad política —de un Estado chabacano y kitsch, pero Estado al fin—, nos da una pista del alcance histórico del personaje. La notoriedad continental de Chespirito creó a Latinoamérica como una comunidad imaginada y unitaria, cuando menos en la intensa fascinación compartida por un programa de televisión. En más de un sentido, ahí donde Bolívar, el Che y Chávez fracasaron, Chespirito triunfó.
En tanto región cultural e histórica, América Latina da la impresión de haber vivido, desde el nacimiento de sus países a la vida independiente, en un perpetuo estado de suspenso entre el pasado y el futuro, la tradición y la modernidad. Más evidente aún ha sido su común aflicción por el despojo, la pobreza, la desigualdad. Una de las imágenes más representativas de la circunstancia latinoamericana ha sido así la de las masas de niños y adolescentes que, sumidos en la indigencia, carentes de domicilio, escuela o lazos familiares, viven y deambulan en la intemperie de sus calles. La condición de estos menores de edad está encarnada en el protagonista de El Chavo del Ocho, el programa más conocido de Gómez Bolaños. Y es que, en tanto relato dramático, El Chavo se organiza a partir de situaciones selladas por la exclusión social. El universo de El Chavo —sus escenarios, sus motivos narrativos, sus chistes— parece estar retratando las ruinas de una modernidad fallida, algo así como los andamios de un proyecto accidentado —y permanentemente inconcluso— de (sub)desarrollo.
Visto con esos ojos, el programa de Gómez Bolaños puede interpretarse como una respuesta a cierto legado audiovisual y ecléctico de la exclusión. Bien mirado, El Chavo del Ocho presenta una suerte de variedad bufa de los melodramas del neorrealismo italiano; quizás más aún, ofrece una versión disminuida y azucarada de Los olvidados —ese retrato, por momentos despiadado, del fracaso del régimen post-revolucionario y sus planes de modernización. La vecindad de El Chavo, como el barrio marginal de la película de Buñuel, es un espacio de urbanización irregular e incompleta, habitada por personajes marcados por lazos familiares dislocados.
Así, en El Chavo del Ocho cada uno de los personajes representa —o padece— un aspecto de los procesos frustrados de modernización. Ahí está Don Ramón, el viudo en una situación de desempleo permanente —¿es a causa de su pereza incurable o de una crisis económica que no termina nunca de acabar? Está Doña Clotilde, “La Bruja del 71“, una anciana resentida contra lo nuevo y atrapada en las glorias de un pasado idealizado —¿el destruido por la Revolución? Está Jaimito el Cartero, un empleado público siempre perdido en la evocación nostálgica de su pueblo natal en la provincia —¿el cual tuvo que abandonar para escapar de la pauperización de las localidades rurales? Están El Profesor Jirafales y El Señor Barriga, los únicos personajes preparados del programa, y que representan, respectivamente, el prestigio de la educación y el poder del dinero (¿o se debería decir, siguiendo a Piketty, del capital?) en un mundo de gente despojada. El Profesor Jirafales, además, pretende en cada episodio a Doña Florinda, también viuda, y aunque ella le corresponde, su amor se queda siempre inconcluso, en los andamios. Tanto Doña Florinda como Quico, su hijo, se suponen de orígenes sociales superiores a los de la chusma que los rodea —¿el vestigio de una posición social que hace mucho se desvaneció?
Y está El Chavo mismo: un huérfano indigente —o, en los términos del lenguaje actual, un niño de la calle— que siempre está en búsqueda de una inalcanzable torta de jamón —porque nunca deja de tener hambre—, que se distingue por ser físicamente torpe y corto de entendimiento —¿como resultado de un estado crónico de desnutrición?— y que está forzado a guarecerse precariamente en el patio de una vecindad cuyos habitantes lo reciben a regañadientes y violentan cotidianamente con insultos, pellizcos y coscorrones.
Significativamente, este microcosmos de la condición latinoamericana cuenta con sus particulares giros del lenguaje. “Fue sin querer queriendo”, la disculpa genérica de El Chavo en un mundo que lo acusa constantemente de estar fuera de lugar, es —según desde donde se le mire— una expresión hueca e inconsecuente, o una acrobacia verbal —seguramente involuntaria— susceptible de ser deconstruida en sus múltiples capas de sentido. Como muchas expresiones de Chespirito que se han vuelto parte del español latinoamericano, esta frase es un notable ejemplo del cantinfleo, esa habla arrebatada y confusa que semánticamente no lleva a ninguna parte, pero que cuenta con un significado performativo en sí misma. Y es que, aunque Chespirito no era un intelectual, su obra está poblada de gestos que son extrañamente evocativos del arte de vanguardia. ¿No representan una versión ingenua de Ionesco todos esos diálogos absurdos y rituales? ¿No hay algo, aunque sea de juguete, de los clochards metafísicos de Beckett en el propio personaje de El Chavo, un niño vagabundo que vive en un barril?
Para sus críticos, el humor de Gómez Bolaños y su influencia hegemónica sobre la América hispanohablante son más que una mera anécdota: representan un síntoma revelador del subdesarrollo del continente; son quizás incluso una de las causas de la atrofia de la región. Muchos encuentran a ese humor pueril, machista, violento, moralmente denigrante. Su estilo de comedia, basado en la monótona repetición de bufonadas, se ha visto como una condenable máquina embrutecedora y como uno de los más eficaces instrumentos del influjo de Televisa, no solo sobre los ratings, sino sobre la cultura popular de México y, desde esa plataforma, de toda América Latina.
Sin duda, como icono mediático Chespirito es, al igual que personajes como Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky, uno de los “dinosaurios” de un particular sistema de dominación cultural, y quizás incluso su figura más representativa e influyente. Pero, más allá de la certeza de sus señalamientos, a los críticos de Gómez Bolaños se les escapa un aspecto fundamental. Que sus frases y personajes se hayan incrustado, como lo han hecho, en la imaginación popular latinoamericana y en la vida y el habla cotidiana de cientos de millones de personas a través de las más rígidas clases sociales, confirma que Chespirito dio con una veta de veras profunda de la sensibilidad de una era. Gómez Bolaños no tenía la intención de hacer un arte sublime o refinado, eso está claro, y sus personajes están innegablemente basados en los estereotipos más rasos, pero estos, con el paso del tiempo, se convirtieron en modelos casi míticos, revelaron su naturaleza original de arquetipos culturales, de clichés que son, en el fondo, los esqueletos de verdades tan sencillas como profundas.
Con El Chavo del Ocho, Chespirito creó un persistente conjunto de imágenes, personajes y situaciones que se han quedado fijadas en la imaginación colectiva de una cultura: las imágenes de un puñado de mexicanos descartados por la dinámica social, forzados por la carencia a una vida comunitaria en una vecindad ruinosa —que hubiera podido ser una favela en Brasil, una comuna en Colombia, una villa miseria en Argentina, o cualquier otro barrio socialmente segregado de cualquier otra megalópolis latinoamericana. Roberto Gómez Bolaños creó así un lugar común donde un continente entero se ha reunido y se reúne aún a reírse del espectáculo edulcorado de su propio fracaso.
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