Si la verdadera razón de la guerra contra las drogas es la salud pública, los gringos hace rato hubieran cerrado Mc Donalds. La verdadera razón de la cruzada fue evitar que la fuga de capitales hacia Colombia se siguiera dando. Por eso los muertos, las bombas, el horror. Esta tesis es lo más valioso que trae Narcos. Rodada en Colombia con un presupuesto astronómico, la serie de Netflix empalidece al lado de la subvalorada Escobar: el patrón del mal de quien parece nutrirse más de la cuenta. Es por eso que para verla sin aprehensiones ni prejuicios hay que olvidarse de la impresionante interpretación de Andrés Parra, de la solidez con la que se construyeron los personajes de María Victoria Henao y Hermilda Gaviria, esposa y madre del capo, tristes y despersonalizados fantasmas en la historia de Netflix y de los hechos, tan minuciosamente reales en los guiones escritos por Juan Camillo Ferrand, inspirados en la monumental investigación de Alonso Salazar.
Indignante resulta la imagen que dan del M-19, una secta de locos marxistas más parecida a la liderada por Brad Pitt en los 12 monos que a la utopía soñada por el flaco Bateman, caricaturesca la semblanza de Rodrigo Lara Bonilla y absurdo y poco creíble que Don Pablo nos hable con ese acento gringo.
Todas esas cosas me pasaron por la cabeza cuando vi el primer capítulo, dudas que se mantuvieron durante el segundo y el tercero, aprehensiones que se ahondaron en el cuarto y el quinto y ya de madrugada, mientras puteaba y extrañaba a Andrés Parra, me di cuenta que es verdad lo que escribió el crítico del New York Times: Narcos es tan adictiva como la cocaína.
Hay que entender el contexto a la hora de verla. Esta es una serie hecha por gringos para el mercado mundial que a diferencia de otras, cuyas historias se han desarrollado acá, se les nota la rigurosidad. Nada más el hecho que se hayan venido a Bogotá y Medellín ya es destacable. Pero este sería anecdótico si Narcos no presentara hechos reveladores. Pocos sabíamos, por ejemplo, que la idea de traficar con cocaína fue de un chileno que estaba amparado por el gobierno comunista de Salvador Allende y que Escobar era capaz de saberse al derecho y al revés las vidas de los soldados que lo podían detener en un retén en su época de contrabandista. Además nos muestra, como nadie lo había hecho antes, el problema que significaba para los mafiosos las toneladas de billetes que le llegaban desde Estados Unidos. Ya no bastaba con comprar mansiones, aviones, presidentes. Había que forrar las paredes de las casas, inventarse habitaciones secretas, áticos, hacer caletas en la mitad de la selva.
Si bien las actuaciones son inferiores a los del Patrón del mal sorprende la hipnótica presencia del brasilero Wagner Moura y, sobre todo, la de Juan Pablo Raba. El actor bogotano está lejos de lo que hizo con su mismo personaje Cristian Tappan, un reto insuperable para cualquier intérprete, pero con su Gustavo Gaviria demuestra una madurez que lo aleja definitivamente de ser el galancete de telenovela al que parecía estar condenado.
Los reto a que la empiecen a ver y luego intenten soltarla. Con todos sus defectos, con lo lejos que está de El patrón del mal, Narcos nos devuelve la pasión que, dejando a un lado la hipocresía y la doble moral, nos despiertan nuestros gánsteres favoritos.